Todos tenemos unas tías que defender. Que recordar, mejor. Por más huérfano de familia que uno sea siempre habrá una tía sanguínea o de cariño a quien acudir en los recuerdos. La mía es una santa, no virgen, cuidado. Santa por donde se la mire. Murió al borde de la enajenación en la casa de uno de sus sobrinos al que ayudó en los avatares de la vida.

Se llamaba Amelia Vásquez Vílchez y fue una de las tres hermanas que el abuelo Juan José tuvo en su primera mujer. La mayoría de su juventud vivió en Yurimaguas bajo la tutela laboral de los padres pasionistas que –como se sabe- gobiernan el Vicariato de Alto Amazonas y fue a esa ciudad que llegaban sus sobrinos para recibir las enseñanzas que sus padres no podían proporcionarles.

Hay datos un poco difusos de su llegada a Iquitos y su permanencia en la capital loretana. Pero los sobrinos de sus medio hermanos –como era mi caso- la comenzamos a frecuentar porque en las tardes nos enseñaba las lecciones que mediocremente nos impartían en los colegios fiscales –que eran de mejor calidad que los de hoy, imagínense cómo están por estos días-. No todos, pues éramos pocos los que teníamos otra pariente dadivosa que se encargaba de costear eso que antes se llamaba reforzamiento y después “pagadita”. No había estudiado para profesora pero el apostolado y su vena didáctica la llevaba en las venas. Tanto así que varias tías que se formaron para docentes no alcanzaban su calidad.

A ella debo lo poco de disciplina escribiente que poseo. A ella, también, debo la calma que me abunda en tiempos turbulentos y donde uno cree que está al borde del abismo. Sus enseñanzas y consejos me retumban aún en la mente cuando me gana el vagabundeo y la irresponsabilidad tan genéticamente instalada en los parientes paternos. Dicho esto, con el mayor de los respetos, por supuesto.

Se casó después de los 70 años y todos celebramos la boda porque no es habitual una boda con pedida de mano incluida entre personas de la tercera edad. Y ella, tan católica, tan pegada al sacerdocio y tan pegada a las plegarias –que, según me cuentan otros parientes, le valió una serie de mitos casi religiosos- fue llevada al altar por un viudo que le juró amor eterno y por el resto de sus días.

Cuando la vi por última vez con vida ya su mente no era ni la sombra de esas neuronas que repetían las sumas y restas con la misma precisión que las reglas gramaticales y sintácticas. Estaba acabada para este mundo. Pero mantenía la chispa. Un poco dislocada, es verdad. Pero estaba más cerca a la santidad que muchas de su género y tiempo. Hay mucho que escribir sobre ella y lo seguiré haciendo por los siglos de los siglos porque así como sus enseñanzas fueron eternas, mi agradecimiento también lo es hacia esa mujer que fue parte de una de las tres familias –conocidas, por lo menos- que tuvo el abuelo Juan José en por lo menos tres ciudades de la Amazonía.