Por ahí escuché una frase que me ha venido a la mente con intermitencia por estos días: “era tan rico, tan rico, que sólo dinero tenía”. Les cuento.

Una de esas madrugadas de bohemia me aparecí por la mejor discoteca de Iquitos, o sea el Noa, en completo estado de tranquilidad y en la penumbra del local ubiqué a uno de esos empresarios que de día parece y de noche es, ustedes me entienden. Completamente ebrio, pues borrachos se llama a los que no tienen cuentas bancarias y fondos mutuos provenientes de la clandestinidad, me espetó una frase que aún hoy –varios años después- me suena en los tímpanos: “Jaime, con dolor te digo que una de las cosas que siempre me joderá es haber ganado mucho dinero pero haber perdido el cariño de mis hijos, el cariño de los hijos no se recupera jamás”. Escrita así puede que suene anecdótica pero es dramática. Y, más, refleja que esos personajes dedicados casi exclusivamente a recolectar dinero tienen los bolsillos llenos pero el alma tan vacía, pero tan vacía que sicológicamente son insalvables.

Y, claro, cuando uno está sumergido en un mundo donde la competencia se limita a comprar el auto más moderno que aparezca por las automotrices o, horror de horrores, estar pendiente de cuándo aparece la nueva tarjeta plateada o negra para adquirirla, llega a pensar que la vida es la acumulación de riqueza y propiedades y descuida los placeres elementales de la vida. Hay pobres que viven como ricos, hay ricos que viven como pobres. Y en esta aldea globalizada, donde con un drone virtual uno puede ingresar hasta el dormitorio de un poblador africano, lo cotidiano nos demuestra que la riqueza material sirve para escalar económica y socialmente pero produce un estancamiento del alma tan terrible como el que se grafica en el párrafo precedente.

Como periodista he visto muchas cosas. Buenas y malas, colindando con lo terrible y traumático en ambos extremos. Pero la miseria humana que veo en esos que se computan ricos pero no tienen ni para entregar la propina a los que cuidan sus deslizadores –y encima los llaman yates- en el Club de Caza y Pesca y tienen que acoderar sus naves en puertos clandestinos regateando costos a costa de la seguridad no tiene parangón. O a esos miserables que se lustran los zapatos en casa por no gastar en los lustrines necesitados de chamba en las calles de Iquitos y, encima, deambulan con tarjetas de crédito vencidas y tienen que lavar sus autos en la avenida La Marina por unos soles menos ante la vista de quienes dicen inferiores. O a esos pordioseros de la fortuna –para tomar con cierta desviación el título de uno de los libros de Percy Vílchez Vela- que deambulan por las calles en busca de algo de cariño y no la encuentran ni en las obreras del amor –como se refiere a ellas el colega Héctor Tintaya- que se esconden por la Plaza de Armas de Iquitos y, ojo, no se esconden de las miradas inquisidoras de los parroquianos ambulantes sino de los que en toda ciudad en lugar de protegerlas las buscan para regatear sus servicios a cambio de indiferencia.

Qué vivan los ricos, que acumulen los millones de la alianza público/privada tan de moda. Pero en esa acumulación jamás tendrán momentos de cariño ni siquiera de los niños que ayudaron a traer al mundo.