Vivimos a pocos metros, a unas calles, de la imprenta de Juan de la Cuesta, quien editó la edición príncipe de la novela de Miguel de Cervantes, el Quijote de la Mancha, en el centro de Madrid. Al lado, en la esquina, hay una iglesia con su tradicional cofradía y en navidades montan un nacimiento que se exhibe públicamente siendo este lugar muy concurrido. Por estos días el edificio donde funciona esta institución cervantina está en obras. La calle Atocha ha cambiado mucho, muchísimo, desde la época de Cervantes, claro está. Al frente de donde estaba ubicada esta imprenta hay una sex shop donde hay espectáculos de bailarinas y venta de objetos para hacer más placentero (o no) al sexo – en muy curioso que en Isla Grande que se precia de muy liberal en el ámbito sexual no haya una tienda en esa dirección y con esos objetivos, quizás, sospecho, que los insulares son muy tradicionales en la intimidad. Esas son situaciones positivas de la España de hoy que ha pasado de una dura represión a una tolerancia sexual, dice mucho de un país y sus gentes. Así podemos entender leyes a favor de grupos que por su opción sexual habían sido excluidos de la escena pública. Pero volvamos al ajo. La tienda de artilugios sexuales ha pasado a ser parte del paisaje de la calle. Es más, muchos transitan por ella como por una tienda de chucherías. Suelo pasar por la tienda cuando voy a caminar por el Parque de El Retiro. Un día de esos vi a una pareja de turistas con mochila encima, muy entrados en años, al pie de los vitrales observando y discutiendo muy felices sobre unos aparejos sexuales de sado- masoquismo, al lado de los maniquíes que adornan esos vitrales. Sí, esos que llevan látigos, venda en los ojos, esposas entre otros gadgets. Pero lo discutían con naturalidad y al margen de la gente que pasaba alrededor de ellos. Sonreí. Es un buen síntoma de la vejez.

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