La noche cubre ya con su negro crespón la ciudad, las calles, las pobres casas  sin luz artificial. Todo ello, como en el vals, gracias a la inoperancia, la dejadez, la matrería clamorosa,  de la empresa prestadora del servicio eléctrica. Es un decir. Ese servicio indispensable, desde que se usaba leña para generar corriente,  fue un grave problema. Diarios de la época notician sobre la presencia abundante de los apagones, las repentinas tinieblas. Don Alfonso Navarro Cauper, cuando se inauguró la luz eléctrica,  escribió un panegírico  a favor de la iluminación pública. Se equivocó en su optimismo, porque desde siempre la luz eléctrica en estos lares es sombras.

Sombras nada más, como en el viejo bolero. Sombras no sólo del servicio diario, del foco apagado, de las luces inertes. Sombras hacia el futuro porque dicha empresa prefiere funcionar con obsoletos equipos, con la chatarra de siempre.  Es decir,  no tiene entre sus planes invertir para comprar otros aparatos y acabar con los apagones. Es decir, ha decidido vivir quitando corriente cuando se le ocurre. Es decir, racionalizado sus servicios todos los días del año.  Así las cosas, no podemos dejar de constatar que dicha empresa ha quebrado sin pena ni gloria.  En vez de cerrar sus puertas y ventanas, de liquidar a su personal, de subastar sus equipos en el mercado de segunda mano, disimula su ruina con algunas horas de luz.

Es muy posible que lo peor  aparezca en cualquier momento. Por una razón muy sencilla.  La población aumenta día a día. La demanda de corriente eléctrica se incrementa cada segundo, por así decir. Y la empresa se cruza de brazos, mira el cielo o entierra la cabeza. No es una exageración que dentro de poco, el desdichado usuario tendrá que volver al lamparín como única salida para vencer las sombras. Las sombras de siempre.