Nación de los sabores amazónicos

Cocinar es un ejemplo de suprema solidaridad. Acto generoso que enaltece a quien lo asume, batalla cotidiana que se concentra en un espacio, entre fuegos y olores, con las armas que permite el tanteo, la finta, la nostalgia y la creatividad al cien por ciento. Comer es un placer insustituible, que se agudiza cuando el platillo encuentra su perfección, su exactitud, cuando genera esa explosión que cambia un poquito tu vida, aunque sea un ratito, un festival en tu paladar.

En abril, en las instalaciones del IIAP, pude por fin presentar un libro de gastronomía. No me siento crítico de cocina, pero  pude darme una oportunidad de reflexionar sobre la figura y sobre el genio de una persona extraordinaria que calza sin duda en el modelo de arte, sensibilidad y humildad. La posibilidad de decirle a Celia Chong de Alarcón, autora de “Mi gran tesoro”, compendio de recetas de la variada cocina amazónica, lo que seguramente le dirían cientos y miles de personas, de generaciones distintas.

Chelita, como cariñosamente le llaman, es menudita, discreta, siempre con una frase ingeniosa en la mente, amena y extremadamente sencilla. Cultiva la elegancia del ser humano que ha logrado el equilibrio, sin estridencias ni artificios. Varias de las recetas que ha acuñado con el paso del tiempo están ancladas en lo más recóndito de nuestra tradición. Algunas deben poseer cientos de años elaborándose y reelaborándose, descubriendo sus matices en diversos tiempos, amalgamándose con la necesidad y el descubrimiento.

Sin embargo, su apuesta consiste en la reinvención, en la vuelta de tuerca, en lo que algunos llaman simplistamente fusión, y en el fondo es reestructuración, mirada al pasado para caminar hacia el futuro. Isabel Álvarez, maestra cocinera e investigadora, hablaba del exquisito equilibrio de la cocina de Chelita. La consideración de los espacios en la textura, el sabor, el balance de los ácidos, de los salados, de los dulces. Allí hay una línea recta que es cruzada por la autora con capacidad y habilidad.

Hablar de cocina también significa armar una mirada a la identidad. No solo estamos ante un espacio que convoca. También, muy por encima, nos mostramos como fortín de resistencia, que combate ese afán tan típico y tan nocivo de asumir que el pasado no importa, que la modernidad y el desarrollo se relaciona con aplastar la tradición, con creer arrogantemente que todo empieza desde uno. No hay nada nuevo bajo el sol, esta también es una lucha por afirmar el valor intrínseco de lo que se ha venido transmitiendo constantemente: los secretos, las técnicas, los procedimientos.

Lo importante que nos plantea un ejemplo como el de Celia Alarcón son las tareas que quedan más allá de la exquisitez. Por ejemplo, la importancia de armar una investigación rigurosa y completa sobre nuestra gastronomía regional. Además, plantear puntos de acuerdo, sobre políticas privadas y públicas de difusión y reflexión. Es importante empezar a concentrar una oferta que tienda a ese equilibrio entre modernidad y evocación, con sus bases definidas, con una mirada integral y una aspiración por la perfección y la calidad en el servicio, en el sabor, en la estructura. Incentivar  proyectos de investigación o libros, como el caso del recordado Guillermo Flores Arrué y su Inguirito Machacado.

Hablar de cocina es también hablar de cultura. Es reunirse nuevamente con familiares, con amigos, con conocidos en una mesa y, a través del milagro de la comida, ingresar a una incomparable Nación de sabores, porción de la generosa sabiduría que brinda en caso como este, esa formidable combinación de talento, experiencia y amor a lo que uno hace.