Si hay algo que debo agradecer –entre otras cosas, por supuesto- a esta vocación es la posibilidad de entrevistar a gente de talla. Literal. La posibilidad de conversar con gente valiosa y que, a la distancia y en la cercanía, transmite buenas vibras.

Quienes hemos pasado de la niñez a la adolescencia en la década del 70 del siglo pasado hemos podido disfrutar de ídolos deportivos no sólo en la disciplina del fútbol sino del vóley, básquet, atletismo, boxeo y otras más. La construcción del coliseo cerrado “Juan Pinasco Villanueva” le debemos al baloncesto. Esa mole indestructible que se alzó en lo que antes era “la final de la Putumayo” fue porque Iquitos era sede de un torneo. Y eran esos tiempos en que las tribunas se llenaban con gente ávida no sólo por alentar a su equipo sino por acercarse al deportista favorito.

Esos años -junto con los vecinos del barrio y Ángel, uno de mis hermanos- nos ingeniábamos para asistir a los partidos bajo un método infalible: nos ofrecíamos de recogebolas o apuntadores. Con eso no sólo podíamos alentar a nuestro equipo sino estar cerca a todas las jugadas y a las mujeres y hombres que sudaban la camiseta. Había encuentros memorables en el torneo de Liga. Pero también se daban los torneos nacionales y las competencias internacionales. Y, coleccionábamos en conjunto los álbumes que los mercachifles del deporte comercializaban apelando al fanatismo infantil que los padres más descuidados financiaban. Así que mientras abríamos los sobrecitos con tres figuritas –la mayoría de ellas ya repetidas- saltábamos de dicha ante la figura del ídolo del momento. Como si esa emoción fuera insuficiente teníamos la posibilidad de conversar con el famoso cuando llegaba a la ciudad.

Uno de esos deportistas tenía el nombre de Ricardo Duarte. También estaba su hermano. Pero la atención se centraba en él no sólo porque sobresalía por sus 2.10 metros de estatura sino porque transmitía seriedad y decencia.

La víspera de la noche del miércoles una amiga me pide que entreviste a un deportista que promociona las jornadas motivadoras de Fundación Telefónica. Es un favor, digamos. Llega la noche y en el set se aparece con toda su humanidad Ricardo Duarte. Debo disimular la emoción. Llegado el momento la charla fluye. Recordamos sus años juveniles, sus logros y su enseñanza perenne. Él, con esas mismas dotes que mi infancia disfrutó, habla de la motivación y de las experiencias en el interior del país. Incide en la perseverancia de una niña huancaína que tras cinco horas de caminata desde su pueblo llega a “La incontrastable” con la finalidad de aprender la práctica de una disciplina. Que, como bien recuerda Ricardo, no es una formación deportiva sino una opción de vida. “Un buen deportista tiene que ser una buena persona, un buen ciudadano”, dice. La entrevista tiene que culminar. Duarte, el gran Ricardo, se levanta y desde la altura habla: “La he pasado bien”.

Mientras se aleja del set no puedo –mentalmemte- prescindir de agradecer a la vida por darme la posibilidad de charlar con personalidades como Ricardo Duarte. Agradecer al oficio y que esta conversación con uno de los mejores peruanos que mi infancia recuerde y mi adultez reafirma sirva para retomar la esperanza en estos tiempos de zozobra. No me cabe duda que si en este país existieran más personas como Ricardo Duarte otro fuera nuestro presente y mucho mejor el futuro de los que quedarán en este mundo. Así que el favor inicial se ha convertido en agradecimiento infinito. Gracias, señor Ricardo Duarte.