Por: Moisés Panduro Coral

Es absolutamente normal que se produzcan resistencias frente a un proceso de cambio. Según los entendidos “la resistencia es un mecanismo de defensa que emplean todos los seres humanos, con el fin de evitar confrontar aspectos de uno mismo o de la realidad, que son percibidos como amenazas”. Hay muchas razones por las cuales las personas y las organizaciones o instituciones que dirigen se resisten al cambio, pero las principales son dos: Una, ya lo dijimos, es la percepción de una amenaza; y dos, es la desconfianza.

La percepción de la amenaza, sea real o imaginaria, surge del temor a que el cambio nos haga caer en la obsolescencia, es decir, en una situación de desventaja frente a otras propuestas novedosas, a propósitos progresistas o a tecnologías más avanzadas. El temor se vuelve exponencial si la percepción de amenaza se asocia a una mengua del prestigio organizacional, a la disminución de rentabilidad o a una depreciación del patrimonio ganado en la situación pre-cambio.

La desconfianza, el otro factor de resistencia al cambio,  también puede ser cierta o ficticia. Es cierta cuando existen antecedentes de que el cambio no ha funcionado, ha causado pérdidas o no se ha llegado a implementar oportunamente. Es ficticia, si los argumentos para cuestionar el cambio son meramente prejuicios que se utilizan y difunden para invalidar la propuesta innovadora.

Una mezcla de todo esto -amenaza y desconfianza- es lo que ha estado presente en los momentos clave de la humanidad en camino a su progreso. Y nuestra región no es ajena a ella. Sabemos de la resistencia que originó la aparición del primer automóvil en los propietarios de los carruajes, esos vehículos de dos o cuatro ruedas halados por caballos. Me imagino las resistencias que pudo haber generado la construcción y puesta en servicio del tren urbano en Iquitos en los dueños de carretas que circulaban en Iquitos hace ya varias décadas. O, la perplejidad de los viandantes frente al primer ómnibus circulando por las calles todavía polvorientas de la capital amazónica peruana, acostumbrados solo a ver barcos en su puerto.

Me imagino la resistencia de los antiguos empresarios de vapores,  embarcaciones que iban recogiendo la leña apilada a lo largo de la ruta para alimentar sus calderas, cuando apareció en los ríos amazónicos la primera lancha con motor de gran caballaje, con más autonomía de navegación, mayor velocidad y capacidad de carga, con menores costos para su operación y, por tanto, con mejores precios para los usuarios del servicio. Sin embargo, como es palpable, ni la aparición del tren, ni la del ómnibus, ni la de la lancha impulsada por el motor desapareció o desmejoró el servicio de transporte urbano o el transporte fluvial en Iquitos. Por el contrario, lo mejoró sustantivamente, porque es evidente que el cambio significa un salto cualitativo superior.

Algo de esta resistencia vemos actualmente en nuestro medio con el anuncio de la operación del primer ferry para transporte fluvial que navegará el río Amazonas en la ruta Iquitos-Santa Rosa. De acuerdo a Chapman y Jupp, dos autores de la gestión del cambio, ya habríamos pasado la etapa del shock donde el temor se traduce en inquietud y ansiedad frente al escenario competitivo que nos plantea el nuevo sistema de transporte fluvial. Estaríamos en la segunda etapa que es el de la negación: los que se resisten al cambio buscan establecer una conexión grupal protectora y despiertan prejuicios contra quienes gestionan, impulsan o colaboran con el cambio para descalificarlos, y con ello, desacreditar el cambio.

Progresivamente, conforme se experimente el cambio, los grupos de resistencia tienden a aceptar la nueva realidad y se dan cuenta que no se puede volver atrás, que es necesario asumir un rol, al principio frágilmente. Ésta es la tercera etapa. Y finalmente, en la cuarta etapa, los grupos –originalmente resistentes al cambio- no sólo se adaptarán, sino que lo valorarán positivamente.

“Nada perdura, excepto el cambio”, dijo Heráclito hace 2,500 años.