Recuerdo que viví en Perú el período de Fujimori, su vida y agonía política de perfil autoritario. Esta crisis la vivía desde la floresta. De su poca fe en el juego político que le daba mucha renta a una población descreída en la política que avalaba esos gestos.  Además que no creemos en los procesos de diálogo y de ser complacientes con la corrupción, “roba pero hace algo”. Fue una de las agonías más tremebundas que viví. No había día que no saliera un caso de corrupción. El olor de la palestra pública era repugnante. Un general, su asesor, un exministro, que estaban involucrados con la rapacería de la hacienda pública. Creo que lo que más hace daño por la corrupción es el desaliento, la desconfianza que genera en la población. Más aún cuando Perú salía del drama del terrorismo y de una crisis económica muy dura (la hiperinflación aprista fue un legado casi traumático para muchos peruanos y peruanas). Se había aplicado una severa política de shock que siempre pagan los que menos tienen a favor de los que tienen. Tras cuernos palos, dice el refrán. A pesar del hercúleo sacrificio popular estos golfos vaciaban las arcas públicas. Lo curioso es que los gerifaltes fujimoristas negaban esos casos. Aquí en España estamos viviendo un caso similar. Es una democracia dopada, adulterada. Quien está con las riendas en el poder, el partido conservador, para obtenerlo usó dinero ilegal para el financiamiento de sus campañas electorales, según algunas conclusiones judiciales e investigaciones policiales. Además, los casos de robos de sus militantes a las arcas públicas es de escándalo – muchos de ellos lesionando derechos constitucionales como el caso de la venta de vivienda pública a fondos buitres. Mientras que los poderosos, aquellos que detentan el poder, lo niegan. No quieren ver la realidad. Desgraciadamente, siento la misma desazón del período de la agonía y ocaso del régimen de Fujimori.

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