En breve tiempo, nuestro país ha visto atónito el desfile ante los tribunales y cárceles de por lo menos trece gobernadores regionales, entre ellos el de Callao, Félix Moreno, y el de Cuzco, Jorge Acurio, por sobornos millonarios de la empresa Odebrecht; los de Ancash, César Álvarez por autoría intelectual en el asesinato de un consejero regional, y  Waldo Ríos por tropelías cometidas en la ejecución de obras; el de Ayacucho, Wilfredo Oscorima por compras irregulares de maquinarias; el de Cajamarca, Gregorio Santos, por coimas en la entrega de obras; Luis Aguirre, de Madre de Dios, por concertar pagos ilegales millonarios a una empresa de mantenimiento; Klever Meléndez, de Pasco, por coima recibida para entregar una licitación; Gerardo Viñas, de Tumbes, por colusión agravada, o sea por pagar una millonaria liquidación por una obra que nunca se realizó; Jorge Velásquez, de Ucayali, por haber alquilado ilegalmente un local a su exasesor para el funcionamiento de una oficina del gobierno regional; y no podía faltar Loreto, con Iván Vásquez, por uso irregular del canon para contratar y pagar empresas.

Uno se pregunta qué hicimos mal para que la descentralización regional haya devenido en un big bang de denuncias y juicios, todas vinculadas a la corrupción, al chantaje y hasta al asesinato. En qué fallamos para que el proceso de descentralización, que incluye transferencia de competencias y recursos a las regiones y municipalidades, no brinde los frutos que hemos esperado quienes desde nuestra posición política lo venimos promoviendo hace ya muchos años como un componente central del desarrollo con justicia social que se traduce en pan, paz, libertad, igualdad y equidad para todos. Cuáles son las causas que han generado esta suerte de efecto boomerang de la descentralización contra las aspiraciones de progreso de los pueblos.

En realidad, no hay una sola causa, hay varias causas explicables desde diferentes enfoques. Una de ellas es la disparidad de perspectivas que el gobierno nacional ha tenido sobre el proceso en sus sucesivos periodos: el de Fujimori lo reprimió y lo convirtió en una caricatura llamada consejo transitorio de administración regional, el de Toledo le dio el marco para la cesión de funciones sociales, el segundo de Alan aceleró y profundizó la transferencia de competencias y  de recursos, el de Ollanta sólo siguió el piloto automático dejado por Alan, y el de Kuczynski está logrando alinear las políticas y programas sectoriales con los niveles subnacionales. Existen otras causas como: la oposición radical a la creación de unidades macroterritoriales integradas geoeconómicamente, el escaso compromiso de los actores sociales y políticos regionales, la cultura de reproducción de los vicios del centralismo, entre otros.

Sin embargo, hay algo subyacente y que frecuentemente se soslaya en el análisis. Ésta es la clamorosa falta de comprensión -en el inicio y durante gran parte del proceso de descentralización- de las responsabilidades de los gobiernos regionales y locales en la creación de valor público.  Por valor público se entiende el valor que el Estado crea a través de inversiones, servicios, leyes, regulaciones y otras acciones para satisfacer los deseos o aspiraciones de sus ciudadanos en el marco del establecimiento de una sociedad ordenada en donde lo justo, lo eficiente y la rendición de cuentas sean parte de la cultura territorial.  Esto supone no meramente impactos monetarios, sino incremento sostenido de beneficios sociales que deben ser nítidamente percibidos por los ciudadanos.

Para crear valor público, se necesita tener un stock de capital en tres frentes. Capital físico: carreteras, puertos, aeropuertos, comunicación digital, sistemas urbanos sostenibles, etc.; capital humano: educación, salud y nutrición; y capital intelectual: investigación, desarrollo e innovación tecnológica, etc. Es esta combinación enhebrada y dinámica de factores la que permite acrecentar la eficacia conjunta de los servicios públicos, de la productividad de empresas y de la oferta laboral, permitiendo un incremento en la producción, en los niveles de ingresos familiares y en la calidad de vida de la población.

El papel central de un gobernante regional –y por extensión de un alcalde- es, por tanto, desarrollar estos factores para crear valor público. No es robar, no es enriquecerse, no es dispendiar el dinero público, no es licuar el presupuesto en acciones intrascendentes, no es hacer farra asistencialista. Estamos a tiempo, todavía, de encauzar correctamente el proceso de descentralización.