[Llena de luna, de Gerald Rodríguez]:

La palabra “chuncho” es despectiva desde antes del arribo de los castellanos a estas tierras. Fue acuñada por los andinos en el poder e hizo carrera hasta el día de hoy. La palabra es más que un insulto. Expresa la deleznable imagen del indio desnudo, siempre armado de flecha letal, devorando todo lo que se mueve sobre la faz de la tierra. Y expresa verbalmente el fenómeno de la histórica marginalidad selvática con respecto al Perú de las exclusiones seculares. De esa marginalidad habla el libro Llena de Luna de Gerald Rodríguez Noriega, editado por Tierra Nueva y presentado últimamente en Requena.  

 

En el laberinto de la ciudad de Requena, en ese confuso conglomerado que obedece a extraños diseños aptos para otra realidad y no para una metrópoli al pie del agua o cerca del árbol, uno puede encontrar un lugar distinto. No necesita alejarse mucho de los sitios centrales, de los sitios habituales para el paseo y la conversación, para arribar a la Villa Universitaria. El ámbito vinculado a la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana como sede en la provincia, es otra cosa. En sus límites cualquier visitante sentirá que está en un ambiente rural, nutrido de árboles cercanos, de cantos de aves, de zumbido de insectos. Es posible que no hubo mejor lugar para la presentación de la obra en referencia. Porque esos cuentos iniciales se refieren, fundamentalmente, a los marginados del campo amazónico.

El origen rural, cercano o remoto, visible u ocultado, es el rasgo común de los personajes de los cuentos de Rodríguez. Todos ellos y ellas, de cualquier edad, sexo o condición, vienen de los caseríos remotos, de los pueblos modestos y alejados, de una cultura menospreciada, a extraviarse entre las calles y las intemperies insensibles. La ilusión del progreso personal en la urbe, esa falacia sin término ni testigos, los ha arrastrado a los tugurios de cualquier oficio, a los socavones de las urgencias repentinas, a los desperdicios de los pactos indeseables, al ingrato destino de las caídas cotidianas. Todo para sobrevivir apenas en las peores condiciones.

La adversidad para esos moradores vinculados de una u otra manera al campo significa que han viajado en vano en búsqueda de otro destino. Desde que el lector abre el libro, desde que lee Detrás de la noche, el primer cuento, hasta que llega a El ultimo murto de San José, el último cuento, no deja de percibir esa filiación campestre como condición crucial para pertenecer a ese recuento de excluidos, a esa biografía de marginados. La ciudad produce también sus monstruos pero eso es otro tema. Lo que importa al autor es evidenciar que la urbe es una trampa para los personajes que buscan escapar de la maldición de la pobreza.

El destino del paria de todos los días que viene del campo, de la aldea rural, es una penosa historia que viene de lejos. Desde la fundación de las primeras urbes frondosas, donde la expulsión de los moradores ancestrales o iniciales era un hecho socialmente admitido, socialmente permitido. Esos vergonzantes episodios, que han empobrecido la cultura urbana, tan propensa a imitaciones de segundo orden, a calcos de mediocres gestas, son apenas mencionados y nunca cuestionados por nadie como si se trataran de simples hechos anecdóticos y no de barbaries reiteradas.

El desencuentro entre el campo y la ciudad no se resuelve en aquello de civilización o barbarie, como querían tantos próceres de antes, tantos líderes de antaño y hogaño que querían imponer las razones urbanas, sino entre inclusión y marginalidad. La tensión está allí todavía, generando sus conflictos, sus estallidos. El campo parece detenido en el tiempo, petrificado en el espacio, pues la condena del atraso en el mismo lugar alejado no tiene una salida visible. En ese destino contrariado, en esa repetición de una misma historia conocida, sin embargo, parece existir una salida.

Nadie de la ciudad va a liberar de esa pesadilla a los humillados y ofendidos de la espesura. La salida, no la válvula de escape, podría venir desde la misma marginalidad que en realidad no es un sector estéril, poblado de muerte, sino una oportunidad. Ello se evidencia con nitidez en el cuento que da título al libro precisamente, Llena de luna. El morador del campo amazónico, por lo general, es un ser fracturado, pero esa condición de desventaja no es un sello de derrota. En el cuento referido el autor evidencia que el anhelo de vencer las limitaciones, las propias pesadillas, hace que se supere el dolor, el daño o el mal gracias a la inmersión en el mundo de las potencias telúricas, en las manifestaciones de la poderosa naturaleza circundante. La liberación de la epiléptica, gracias a su vinculación con los astros, es una derrota de todas las opresiones. Es la ascensión como una integración suprema. Y, en el fondo de su luminosa verdad, es un camino extendido fuera de la exclusión, de la marginalidad.