Por: Moisés Panduro Coral

 

Soy aprista desde mi adolescencia temprana. He caminado con el aprismo los mismos años que caminó Moisés en el desierto para encontrar la tierra prometida conduciendo a miles de israelitas. En estos cuarenta años me alimenté del maná que representa vivir con ideales y por ideales, hice aflorar agua de las rocas para saciar mi –a veces impetuoso- apasionamiento por una causa en la que creo y a la que me entregué enteramente.

He visto a multitudes encumbrar a becerros de oro, y adorarlos en su supina ignorancia. En estas décadas, la política ha fabricado ídolos inertes que no sienten, no ven, ni oyen, ni hablan. Fetiches alérgicos perdidos en su función congresal, mascotas de grupos de poder sujetadas por un lazo con medallón colgando en el pecho del que jala el inversionista, sordomudos políticos perdidos en el laberinto de su soledad doctrinaria, inválidos intelectuales flotando en un mar de votos, alcornoques sentados en un sillón con un bastón que más que de mando es de sumisión. He visto de todo.

Durante mi trayectoria he triunfado y también he sido derrotado. Usos son de la guerra vencer y ser vencidos. Ganar y perder son cosas que los humanos afrontan a diario, pero aquel que sabe reconocer sus derrotas es además de humano, hidalgo y sabio. No es de sabios dorar la píldora a un fracaso, no es de hidalgos apuntar con el dedo a otros y eximirse uno mismo. En política, aparecen muchos generales cuando hay que celebrar una victoria, pero son pocos los que aparecen cuando hay que afrontar una derrota, una adversidad. Los apristas de verdad no debemos caer en ese facilismo acomodaticio.

Recuerdo que después del golpe del 5 de abril, éramos muy pocos los que sostuvimos en alto nuestra bandera. Menos mal que existe registro documentado de ésa nuestra actitud democrática y militantemente aprista. Tal vez interese saber que un ex empleador público, amigo mío, me sancionó con tres días de suspensión sin goce de haber por haberme negado a asistir a una sesión solemne de homenaje al dictador Fujimori. O que perdí uno de mis trabajos de docente de educación superior por entrevistar a Alan García que estaba en el destierro y por cuestionar a la dictadura y a sus representantes desde un programa radial.

En varias oportunidades tuve invitaciones que de haberlas aceptado hubieran restado méritos a mi militancia, no ante nadie en singular, sino ante mi propia conciencia y ante una historia que respeto y admiro, como es la del aprismo, llena de mártires, de compromiso, de mística, de sacrificio de la vida por un Perú con justicia social. Hubo una vez que se me ofreció un puesto público bien remunerado en plena dictadura y otra que se me ofreció “auspicios monetarios”, probablemente, para quebrar mi fe. Nada de eso surtió efecto, ni siquiera a pesar de esos golpes en la vida, tan fuertes, del poema de César Vallejo.

Cuatro décadas después de mi enrolamiento en el aprismo, puedo decir que me siento orgulloso de estar en sus filas. Mis hijos saben que no he predicado en el desierto. Ellos saben mejor que nadie que, aún en las épocas aciagas, cada sol de mis ingresos que nos permitió sentarnos a la mesa a comer, que nos vistió, que les hizo educar o que protegió nuestra salud, han sido limpios. Ellos saben, y la inmensa mayoría de mis compañeros apristas también, que nuestra tierra prometida no es, ni ha sido nunca, un puestito en el Estado, una distinción honorífica o una buena vida con dinero malhabido. Nuestra tierra prometida terrenal es la justicia social, el pan con libertad que propugnó Haya de la Torre, de cuya memoria quiero ser digno.

El trecho que aún me falta recorrer lo decidirá el Todopoderoso, pero mientras tanto aquí estamos reafirmando nuestros ideales, sintiendo que nuestra responsabilidad de militantes se ha incrementado, por encima de un fracaso electoral momentáneo que, estoy seguro, será superado.