Me pregunto: ¿quiénes son más felices? Y no sé quién me podría dar la respuesta.

Será que la modernidad ha generado que seamos más felices o quizá ha logrado la infelicidad para muchos. Yo creo que en muchos casos ha logrado hacernos infelices.

Creo que son más felices aquellos, que por ejemplo, no tienen un celular inteligente Porque han sido estos aparatitos los que han terminado por bestializarnos y me incluyo. Porque ha terminado por volvernos idiotas en su máxima expresión. Porque han generado que incluso se pongan reglas en su uso, como por ejemplo: mientras almuerzo no uso el celular y es más que una mentira, porque a la primera llamada o mensaje de cualquier red social estamos respondiendo, así estemos atorándonos. El llamado celular inteligente nos cogió a todos de burros.

Y va otra. Creo que vivir en una capital de provincia, como Iquitos, ya no es un lujo, es un desmerito porque se termina viviendo en una ciudad caótica. En la que reina y nos gobiernan los «más vivos». Una ciudad en la que basta con abrir el caño para comprobar que casi nunca cae agua y si lo hay es para recibirla cochina.

Salir de casa sirve para darnos cuenta que la inmundicia está en nuestras narices. Manejar algún vehículo, permite darnos cuenta que las pistas están destrozadas. Que la inseguridad reina y que ya casi todo está jodido, y todo esto a vista y paciencia de las actuales autoridades que creo viven en una burbuja, acompañados de su séquito de personas que solo sirven para asentar la cabeza que todo está bien.

Pero más allá de todos los males en los que vivimos los citadinos, considero que aún existen personas que viven en paz y sin esperar casi nada a cambio, porque están casi seguro que están en el grupo de los olvidados. Pero algo preciado tienen este grupo de ribereños. Toman sus canoas, surcan el río, lanzan sus tarrafas o su caña, muerde la carnada un pez y listo, ya está en sus manos el desayuno, almuerzo o comida. Van a sus casas y no tienen que soportar el estresante rugir de los motores de los mototaxis, ni cruzarse con cada loco al volante y menos soportar romperse los riñones en los huecos de las pistas. Y se pueden describir más ejemplos para graficar que sin duda que otros son más felices que los llamados capitalinos.

Por ello no está demás salir de la llamada aldea e irnos aquisito, no hasta Lima, peor de estresante u otra ciudad, para comprobar que aún se puede vivir en paz. Aunque claro, algunos dirán que ese es el precio de vivir en una capital, y tendrán razón, pero en una ciudad capital que se precie de serla y no como en la que ahora vivimos. Casi al borde del colapso en todo orden de cosas.

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