La criolla española

El 22 de julio de 1770 la ciudad amazónica de Oyapock fue el escenario del emocionante reencuentro del cartógrafo y naturalista Jean Godin des Odonais con su brava esposa Isabel.

Habían pasado veinte años desde que se tuvieron que separar y ella protagonizó una rocambolesca aventura, un viaje largo y penoso por la selva para dar con él, sin importarle los mil y un peligros a los que tuvo que hacer frente y que de haber sido explorador varón probablemente habría dado lugar a más de una novela.

Isabel de Casamayor y Bruno era una criolla española nacida en 1728 en Riobamba, ciudad de lo que hoy es Ecuador pero que entonces formaba parte del Virreinato del Perú, en el seno de una familia acomodada de origen galo; por eso había recibido una buena educación, hablando francés y quechua (la leyenda también le atribuye la improbable habilidad de saber leer los quipus).

Pocos años después llegó a aquellas latitudes Jean Godin, formando parte de una expedición organizada por la Academia de las Ciencias de París por orden de Luis XV: la que fue la primera misión geodésica en la Real Audiencia de Quito, que tenía el objetivo de medir la longitud de un grado del meridiano terrestre cercano al ecuador para compararlo con mediciones semejantes del ártico y demostrar que la Tierra era más plana por los polos.

Duró casi una década y durante su desarrollo conoció a Isabel, por entonces una adolescente de catorce años. Se enamoraron y terminaron casándose el 27 de diciembre de 1741.

Juntos se establecieron en Riobamba. Pese a que fue un éxito, la misión había tenido muchos inconvenientes por las rencillas surgidas entre franceses y españoles (al desarrollarse en suelo hispano Jorge Juan y Antonio de Ulloa también formaban parte del grupo) e incluso entre los propios franceses (uno de los cuales era el astrónomo y matemático Louis Godin, primo de Jean), así que sus jefes se separaron para seguir las investigaciones cada uno por su lado: Pierre Bouger se centró en publicar el correspondiente informe y dedicó su atención a cuestiones navales, mientras Charles-Marie de La Condamine organizó una expedición al Amazonas. Jean intentó sumarse a ella pero Isabel quedó embarazada y al final optó por quedarse.

Sin embargo, tendría que separarse de su esposa en 1749, al recibir la noticia de que su padre había muerto y debía viajar a Francia para arreglar cuestiones relacionadas con la herencia (otra versión decía que tuvo un hijo extramatrimonial y queria quitarse de en medio). La idea, en realidad, era que él se adelantaría hasta Cayena (Guayana) para gestionar el traslado de toda la familia.

Pero una vez allí quedó atrapado en una de esas raras situaciones legales que se dan a veces: no pudo embarcarse hacia Europa pero tampoco regresar a Riobamba, ya que las autoridades portuguesas no daban su autorización para que atravesara su territorio. El enfado de Godin fue considerable y ofreció sus servicios como espía del gobierno francés para arrebatar territorio a Portugal.

A la postre resultó una idea contraproducente porque tiró por tierra el esfuerzo mediador de La Condamine, que había conseguido por fin un barco fluvial para reunir a los cónyuges: consciente de que la falta de respuesta a su oferta se debía probablemente a que la carta había sido interceptada, Godin desconfiaba de los lusos y desembarcó a la primera ocasión que tuvo mientras la nave continuaba su misión.

Así fue pasando el tiempo, sin que Isabel recibiera noticia alguna de Jean, hasta que cuatro años después se supo de la llegada de la lancha para trasladarla; esperaba en un sitio llamado Laguna. Comprobada la veracidad del asunto, toda la familia se puso en marcha: Isabel, sus dos hermanos (Isabel Antoine y Eugenio), su sobrino Joaquín y tres criados; los hijos de los Godin, dos niños y una niña (a la que su padre no llegó a conocer), habían muerto de viruela.

Con ellos viajaban también un trío de franceses y algunos indios hasta sumar un total de cuarenta y dos personas. Se pusieron en marcha el 1 de octubre de 1769, atravesando los Andes para alcanzar luego la selva por lo que hoy es la provincia ecuatoriana de Pastaza.

El viaje fue un infierno. A las dificultades propias de la selva amazónica se unieron una epidemia de viruela que había despoblado muchas zonas y el abandono de las misiones jesuíticas donde tenían pensado hacer paradas, expulsadas por los portugueses. Inmovilizados en medio de la nada, aceptaron la oferta de unos indios de continuar en una gran canoa.

Remar por el río Bobonaza tampoco fue fácil; los indios desertaron y la embarcación, que estaba maltrecha, empezó a hacer agua amenazando hundirse. Aun se hallaban a una semana de Laguna, así que decidieron acampar mientras dos de los franceses y un sirviente se adelantaban con la canoa en busca de ayuda.

Pero establecerse en la ribera fluvial fue un error tan grande como haberse internado en la selva porque los mosquitos se cebaron con ellos y varios enfermaron gravemente de alguna enfermedad tropical, expirando uno tras otro en unos pocos días. Isabel se quedó sola en tan terrible entorno.

Tiempo después, el criado regresó al campamento con provisiones y sólo encontró cadáveres inidentificables, por lo que dio media vuelta, volvió a la civilización e informó de la muerte de todos sus compañeros. Pero se equivocaba. Isabel no había tirado la toalla: calzándose las botas de su hermano fallecido y agarrando un machete, se abrió paso a pie siguiendo el curso del río, alimentándose de lo que le ofrecía la naturaleza y sobreponiéndose tanto a la fiebre como a la locura.

Diez días más tarde la encontraron unos indios que navegaban en canoa y la llevaron hasta la misión más cercana, de donde la trasladaron hasta el barco portugués que la esperaba desde hacía tanto tiempo. Cuentan que, para entonces, el cabello se le había tornado de color blanco.

Meses más tarde, y dejando atrás miles de kilómetros, pudo por fin reunirse con su marido; habían pasado veinte años desde su separación. Resultó que Jean sí había enviado cartas a través de un amigo, pero éste había huido con el dinero que le dio por ello sin entregarlas.

Pudieron dejar Cayena por fin el 21 de abril de 1773 y cruzar el Atlántico a Francia, estableciéndose en Saint-Amand-Montrond, donde La Condamine les consiguió una buena pensión del estado. Allí vivieron hasta 1792, año en el que ambos murieron, primero él en marzo y luego ella en septiembre.