Antes de venirme a este lado de la cocha (charco, laguna) leía sobre la transición española, el testimonio de peruanos y de españoles/las era que esta era modélica, ejemplar y, por que no, de exportación. Recuerdo que en varios procesos de transición en Centroamérica ponían como ejemplo a la transición española, así como ese desparpajo. Tanto ensalzamiento de ese proceso me volvía escéptico. Entre los endulzados estaba la figura de Juan Carlos I, el actual jefe de Estado y que desde hace unos días presentó su abdicación a la corona. Me cuestionaba que la modélica transición que de buenas a primeras se llegaran a acuerdos y consensos sobre determinados temas, eso es tragarse carros y carretas de un sopetón (requiere una gran madurez emocional y esfuerzo hercúleo de ambas partes). Con el tiempo ese relato de reinvención fue desgastándose ante la realidad. La terca realidad abría boquetes en la popa y en la proa, y el barco parecía un barco fantasma. Y las voces críticas a este proceso surgieron desde la justicia transicional y de los propios españoles y españolas – amén del despertar de la ciudadanía en los temas de impunidad de cara a las muertes, desaparecidos, reparaciones entre otros. Advertir que sobre estos temas los actores y actrices de la transición silenciaron. Y dentro de esos temas “innegociables” del paquete de la transición estaba la monarquía. Pero la monarquía en su andadura hasta hoy ha tenido más sombras que luces, y, al 2014 está realmente chamuscada por los casos de corrupción del yerno del rey y por la opacidad de esta a lo largo de su recorrido –la opacidad es un rasgo de identidad y serio déficit de la democracia española de estos treinta años. Es obvio que hubo una mala gestión de la transición posterior a ésta y por eso tenemos hoy las protestas poniendo en cuestión a la monarquía. Quien mal empieza, mal acaba, salvo el manejo de los amanuenses políticos.

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