En plena mudanza, con los días ya contados, rubricados y sentenciados en el Olmo, ellas furtivamente hicieron su aparición. Casi silentes. A pesar de sus vuelos rasantes por la casa no le prestamos mucha atención. Pensé de todo corazón que era un indicador biológico de algo, del anuncio de la prolongación del verano porque en Madrid el calor había puesta su pica en la irremediable partida del Olmo. Recuerdo que una vez en Isla Grande el poeta Percy Vílchez fue una vez a mi casa y observó una legión de hormigas, muy disciplinadas, paseaban por uno de los rincones. El vate de Panguana se quedó mirando por unos minutos y me dijo casi en tono de dictamen, esas hormigas indican un largo viaje. A los pocos meses abandoné Isla Grande, de eso ya casi veinte años. Por eso pensé, por esa experiencia, que esos vuelos eran inocentes y querían anticiparse a lo que se venía pero no sabía qué. Bueno, de inocentes bichos poco a poco se volvieron intolerables. Las perseguíamos para aplacarlas – puse en duda los límites que había pergeñado en el ámbito moral de incluir a estas sabandijas como sujetos de derechos. Aparecían en el cielo cuando unos menos esperaba, ya dudaba que nos querían indicar algo. En esos meses recuerdo que mis visitas a la cuesta de Moyano eran muy constantes, compraba algún libro que me apetecía. Así me compré un libro de Carlos Castilla del Pino, uno de los primeros psiquiatras en prestar atención al diálogo entre Freud y Marx. Venía muy contento con la compra. Leía algunos folios y los tenía en la cola de los libros pendientes. F se dio cuenta que esas sabandijas que planeaban sus vuelos por el Olmo eran polillas. Sí, polillas. Nos alarmamos y buscamos soluciones. Trataba de saber de dónde habían venido y quien los trajo. Luego de pensar por unos minutos caí en la cuenta que eran uno de esos pasajeros que se filtran silenciosamente en los folios de los libros usados. Grande fue nuestra sorpresa. Por estos días hemos redoblado los esfuerzos para desalojarlas, estamos en ello.

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