Todo atentado contra la libertad de expresión es repudiable. No sólo porque es un derecho fundamental para el desarrollo de la persona humana, al menos eso es lo que dicen los teóricos de todas las tendencias. Sino porque limitar la misma a los conceptos propios excluyendo a los ajenos es aberrante y contraproducente. El pueblo, se dice, tiene derecho a la mayor información posible. Y eso debe practicarse. Pero como estamos en un mundo donde la teoría colisiona permanentemente con la realidad, comprendemos que quienes se encargan de difundir dicha información sufren atentados de diversa índole. Unos con el cierre de sus espacios, otros con la exclusión del sistema publicitario estatal. Es decir, las formas varían pero el resultado es el mismo: atentado. Sin embargo, hay detalles que los periodistas no debemos menospreciar en estos tiempos de globalización de todo, incluyendo la información, sin duda.

El columnista político del Washington Post, Dana Milbank, había prometido -cuando se inició la carrera para las Primarias presidenciales en Estados Unidos- que si el egocéntrico y extrovertido Donald Trump se convertía en candidato del Partido Republicano se comería el periódico. Ya definida dicha candidatura hoy está en pleno preparativo del potaje adecuado para comerse no sus palabras, sino el papel en el que se imprime el periódico donde labora. Esto, no tipificado como un atentado a la libertad de expresión en el estricto sentido, puede analizarse como un respeto a la palabra empeñada y que, muchas veces cuando practicamos el oficio con apego a los principios que deben regir el periodismo, tenemos que tragarnos varios sapos.

Una cosa distinta pero en el mismo camino de la libertad de expresión es lo sucedido con el conductor periodístico de la televisión chilena, Christian Pino, despedido por afirmar que el pisco es peruano. “Yo sé que hay una denominación de origen, sé que hay una protección al producto, pero eso es para la venta comercial, para las góndolas, para los supermercados, no para los periodistas. Encuentro que la Asociación de Pisco Chileno trata de coartar la libertad de expresión de un profesional al decir que no se puede llamar pisco al pisco peruano en Chile». Los periodistas, cuando estamos convencidos -no convenidos, ojo- de nuestra verdad no sólo tenemos que difundirá sino defenderla, más allá de nacionalidades o falsos patriotismos. Es la esencia de la libertad y de la profesión.

En México, país de América donde se producen los más serios y mortales ataques a la libertad de expresión acaban de hacer más de lo mismo. Anabel Flores, fue una periodista, a la que asesinaron por unas publicaciones que afectaban los intereses de un grupo delincuencial, según el fiscal de Veracruz, Luis Ángel Bravo. Flores tenía 27 años y era madre de dos niños, dedicada a la información policial, su cadáver apareció en una carretera y días después fue capturado como supuesto responsable el cabecilla del cártel de Los Zetas. Lo curioso del asesinato es que mientras el fiscal se empeña en indicar que el asesinato fue perpetrado por delincuentes del crimen organizado, el director de uno de los diarios donde colaboraba afirma que Flores estaba relacionada con el narcotráfico. Más allá de esta controversia, en Veracruz en los últimos cinco años han sido asesinados diez periodistas.

Ya sea comiéndonos nuestros propios periódicos o expresando lo que creemos o, para tomar lo sucedido en Veracruz, creando polémica aún después de nuestra propia muerte, bien haríamos los periodistas en defender nuestra verdad, quizás muchas veces equivocada, pero nuestra verdad al fin.