Desde que tengo uso de razón la Navidad me da cosas. Me provoca sentimientos encontrados. Primero, porque cuando niños, los adultos creen que regalando algo material van a estar bien con Dios y con el diablo. Segundo, porque cuando adultos, creemos que a los niños les encanta la Navidad porque se reduce a una entrega de obsequios trasladados por Papá Noel en medio de la noche, como si esa entrega se tratara de algo clandestino. Y ese hombrecito con barba blanca y abdomen abultado que se traslada en trineo no es más que la consecuencia de la gula y la leyenda de quienes han comercializado un acontecimiento espiritual.

Y, después de varias Navidades, he llegado a la conclusión que la Nochebuena tiene que ser consecuencia de todo lo vivido. Y no causa. Pero como la condición humana nos obliga a no ser consecuentes, entonces tenemos que bailar el ritmo que impone el mercantilismo. Más familia, menos negocio. Más solidaridad y menos acumulación de riqueza. Más de entrega que de recibir. Más de ver la tremenda viga que tenemos en los ojos antes que la paja en la del prójimo. Más humanidad y menos violencia.

¿Si todos los días fueran Navidad, el mundo sería mejor? Claro que sí. Porque la Navidad hace que los más insensibles traten de aparecer como dadivosos. Y, lo que es peor, lo hacen la mayoría de veces con los bienes de otros. Es decir, quitan la esencia de la solidaridad y la reducen a la entrega de algún bien con la frase trillada que “nadie debe estar triste para Navidad”. Que todos los días sean Navidad es una utopía. Pero si tan solo lo intentamos ya estaremos avanzando.

Si creemos que Navidad es de los niños bien haríamos en contribuir a que los infantes entiendan que esa fiesta religiosa de los católicos debería ser de una profunda reflexión. No me refiero al acto de pensar en la actitud que tenemos ante los demás sino en tratar de ser cada vez mejores personas. Alegría y pena es la Navidad.

Me apena saber que en diciembre de 1966 la Navidad era muy parecida a este 2016. Claro, quien éstas líneas escribe tenía apenas tres meses de nacido y me hago a la idea que por esos años mi madre se las ingeniaba para que los siete hijos -el mayor no tenía más de siete años- tengan un regalo que llevara sonrisa a sus rostros. Me apena todo eso. Porque, a pesar que han pasado cinco décadas, allá en el Alto Marañón un número igual de niños -ya sea en el fundo “Estrella” o en lo que queda de Barranca y San Lorenzo- busca entre las demás miradas la cara de un adulto que los lleve un regalo porque ésa es la Navidad. Feliz Navidad.