Paterson es una película de la poética de lo cotidiano del director Jim Jarmusch. De lo sublime que es la poesía para estos desnortados tiempos. Es un film que te remueve los poros con sutileza. No está llena de efectos especiales ni de bailes colectivos si no de lo más humano, de lo más profundamente terrenal como el paso de los días y la escritura de poemas para vencer al tiempo. Es el reconocimiento de la finitud de la existencia. Es la poesía escuchando y luchando por su propia voz en medio de los quehaceres laborales. Un conductor de autobús de nombre Paterson –que también es el nombre de un poemario del poeta William Carlos Williams, escribe un cuaderno de notas poemas – se hace alusión también al vate Allen Ginsberg que también nació en New Jersey, recordar también que el escritor  Paul Auster nació en el mismo estado. Los poemas se alimentan del día a día. De las conversaciones de unos niños, de unos amigos sobre las mujeres, de la plática con su mujer, de los amigos y sus problemas de amores o de familia, del pata del bar o cuando sale a pasear al perro por el barrio. Todo es material creativo para él. Paterson, el austero chofer del ómnibus que no le gustan los móviles/celulares va garrapateando todo en su cuaderno de hojas en blanco- hay una secuencia donde conversa con una niña que se queda impresionada que un conductor de autobús haya leído la poesía de Emily Dickinson. Le parece raro. Su mujer insiste que le saque una copia porque esos poemas deberían ser leídos por un público mayor. Una noche de celebraciones de la pareja dejan al perro en casa, por descuido de Paterson el cuaderno de notas está sobre un mueble de la sala. Al volver de la cena encuentran que el bendito bulldog había destruido todo el poemario que cuidaba con tanto celo. Lo deja hecho trizas. Es un duro golpe para él que decide ir a caminar. Sentado frente a una cascada que se parece mucho a la carátula del poemario de William Carlos Williams, poemario que al poeta estadounidense le  costó veinte años en concluirlo, tiene una breve conversación con un señor japonés amante de la poesía. Él le termina regalando un cuaderno en blanco que es una invitación indirecta para que vuelva escribir.

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