El regreso de los piratas de río, encapuchados con pasamontañas, subidos a modernos deslizadores y armados con fusiles automáticos ligeros,  mantiene ocupadas a los moradores de Iquitos. Los asaltos ocurren cuando llueve y cuando las calles se llenan de tanta agua que se convierten en ríos inesperados, en arterias fluviales que hacen flotar las cosas, los enseres del hogar. Los malandrines aparecen cuando menos se les espera y hacen de las suyas sobre todo en los lugares donde hay comida en abundancia.

Es de suponer que tanto operar en los ríos les ha vuelto glotones ya que no quieren otra cosa más que meterse a las cocinas,  disparando al aire y apartando a todo aquel que se atraviese en su hambriento camino. Cualquier hijo de vecino puede ser un pirata. Hasta un familiar particularmente querido puede de pronto aparecer asaltando su propia casa, llevándose sus propias cosas para después reclamar por lo perdido ante la justicia. Los moradores, cansados de la inoperancia de las autoridades que de pronto pueden ser descubiertos asaltando una pollería, hacen rondas en canoas ligeras, pero la piratería lejos de disminuir aumenta.

Diariamente hay marchas de protesta en las calles inundadas. En esos momentos de rabia urbana,  de furia colectiva, los piratas aprovechan para hacer la mudanza hasta de las cosas guardadas en las refrigeradoras. El botín sigue  siendo lo comestible. De esa manera la paz no es posible en una ciudad que no sabe qué hacer con tanto pirata suelto. Los piratas son bastante emprendedores, pues en momentos de peligro emprenden la huida ante la impotencia de los moradores que claman al cielo por la justicia divina. Lo peor de todo es que las nuevas generaciones ya no quieren estudiar y gustan de decir a los cuatros vientos que quieren ser piratas.