El otro día recorría librerías bajo el frío otoño madrileño. Una de esas en la que puedes coger un libro e irte a leer un rato, me quedé varias horas. Seleccioné unos cuantos libros y me fui a sentar para leerlos tranquilamente, ojalá no se pierda ésta sana y buena costumbre de algunas librerías. No me gustan los cafés para leer, pienso, es mi opinión, que es una suerte de exhibicionismo sin sentido y además alrededor hay mucha bulla que me distrae. Esas lecturas elegidas son un (gran) momento en que desconecto del mundanal ruido. Por estos tiempos me gustan más los de filosofía. Depende de los tiempos. Otras veces prefiero el ensayo, otros momentos las novelas. Mi elección está condicionada con el tiempo interno de nuestro cuerpo y emociones. Pero creo que la filosofía es una suerte de buena meteorología para los tiempos huérfanos que estamos viviendo. Te dan algunas claves sobre todo para escribir. Leía un libro de Marina Garcés, una buena filosofa, que decía y rápidamente lo anoté porque me parecía que había dado en la diana: el amor nos singulariza – me recordaba a una frase de Jean Paul Sartre, sobre el amor, que me citaba mi amigo Ricardo Delgado Tuesta, en los años verdes de la universidad. La frase de Garcés me caló profundamente. Es cierto que nos singulariza, pone cara, nombre a esa vasta palabra/emoción, la acota de cara al ser amado. Pero cuando ya lo tenía más o menos claro (hoy todo es movedizo) y revisaba el “Libro de desasosiego” de Fernando Pessoa, casi ya saliendo de la librería, leí unas palabras que derribaron lo que había animadamente construido, decía: “Nunca amamos a alguien en concreto. Amamos tan sólo la idea que nos formamos de alguien. Es un concepto nuestro-es, en suma, a nosotros mismos- lo que amamos”. Me quedé azorado y en tensión, navegando en un mar de preguntas, océanos de dudas ¿amamos a alguien en concreto o simplemente es una extensión de nuestro propio amor a uno mismo? En medio de la multitud miré la cara de F y sonreí.

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