En medio del relumbrón mediático, del desborde de potajes de la culinaria nacional e internacional y de encendidos discursos cocineros, hizo hace tiempo su aparición oficial en las arduas arenas de la política peruana el último partido. El hecho fue crucial entonces, fue un punto de quiebre en la vieja manera de ganar el poder, porque dicho colectivo no nació de las insalvables contradicciones de la sociedad nacional, de las hondas y sentidas reivindicaciones de los pobres, de las urgencias de incluir a los que tradicionalmente fueron marginados de la repartija y de la ubre. Surgió desde adentro, desde las entrañas. O sea desde las peticiones diarias del estómago.

Escribimos sobre el único, el flamante, Partido Culinario del Perú. El mismo fue fundado en una chicharronería populosa por el esquivo, huidizo, Gastón Acurio que hasta hacía poco decía que no quería ser candidato o mandatario de este país menor y subdesarrollado. Pero debido a las constantes llamadas de tanto compatriota de buen diente y paladar afilado, a las reiteradas peticiones que aparecían diariamente en las redes sociales, a los apoyos morales de los sangucheros, las anticucheras y a las ovaciones reiteradas en las polladas, parrilladas y cuyadas, el aludido tuvo que dar su brazo a torcer.

De acuerdo a las primeras declaraciones del intercambiable presidente del Partido Culinario del Perú, el objetivo de ese colectivo no era ni común ni tradicional. No era   ganar las elecciones cada cierto tiempo, tampoco repartirse los puestos o los cargos y mucho menos escarbar con garras en las tortas presupuestales. La doctrina predominante era buscar una dieta barata para llenar la panza de las mayorías peruleras que apenas podían alimentarse cada día. Así fue como la primera acción del partido fue fomentar alianzas con los partidos o movimientos que en tiempos de elecciones regalaban comida.