Una vez más los peruanos estamos enfrascados en un debate por la aplicabilidad de la pena de muerte o no en el país. Pese a que sabemos que la Constitución y la adscripción a tratados internacionales no lo permiten en el Perú. El detonante de esta polémica no es porque este en agenda del Legislativo o sea una propuesta del Ejecutivo. O de pronto es una iniciativa de la ciudadanía. Para nada. Ha tenido que registrarse, una vez más, un doloroso, terrible y repudiable acto, la muerte de una niña de 11 años a manos de un hombre enfermo y desquiciado, para que todos nos volvamos a mostrar muy «preocupados» al respecto.

Pero, cuántas muertes, agresiones y abusos contra niños, niñas y adolescentes se han registrado en nuestro país. Cuántas denuncias han pasado por comisarías, fiscalías y juzgados sobre abuso sexual infantil o violencia familiar. Cuántas de estas denuncias encontraron justicia para las víctimas o sus familiares. Y lo que es peor, cuántas denuncias ni siquiera han sido sentadas y consta en las actas o partes policiales. ¿Cuántas?

Las estadísticas al respecto nos agarran a cachetadas como sociedad. Las cifras son tremendamente negativas y escandalosas. Pero, si es así, ¿Por qué nos quedamos pasivos? ¿Por qué nos quedamos solo con nuestra indignación virtual, muy de redes sociales, y no lo llevamos a la acción? Debemos ante estos actos salvajes hacer que la indignación recorra nuestras venas, sentir que revienta en nuestras entrañas, que nos arranca nuestras carnes, que nos quema el alma. Porque no somos piedras insensibles sino seres humanos.

Por eso yo les pido a los chiquitines, a los peques, a los huambrillos y huambrillas, que tengan mucho cuidado, que se cuiden, que aprendan a hacerlo. Porque los adultos nos quedamos en la mera pose y discurso. Hasta con ustedes nos hacemos los ‘figuteris’ y convenidos. Las autoridades son campeones en ese sentido, dicen que están preocupados por la niñez pero toda acción al respecto tiene que tener algún tipo de beneficio político -y hasta económico- para ellas. Y de esto no se escapan los actuales candidatos y varias organizaciones, que dicen trabajar en pro de la infancia. Salvo, honrosas y escasísimas excepciones.

Esta sociedad, hay que admitirlo a manera de autocrítica, está marcada por una cultura adultista -permítanme el término-, que pone en segundo y hasta en tercer plano a los menores de edad. Seguimos teniendo acuñada, grabada a fuego sobre la piel, la imposición marcial e implacablemente vertical sobre la población infantil. Ellos, reconozcamos, siguen sin que sus voces sean escuchadas.

Vayan a los hogares -sobre todo a los disfuncionales, es decir donde falta la figura del padre mayoritariamente y, a veces, de la madre. Y, en otros casos, están ausentes ambos-, denle una mirada a las instituciones educativas, a los barrios. Miremos para adentro, antes de fijarnos en la casa del vecino, aunque en estos casos no está mal, debemos prestarle más atención a nuestra familia. Ahí, nos daremos cuenta que estamos fallando en muchas cosas con relación a nuestros menores hijos.

Para mañana se está convocando en Lima a una marcha contra el abuso sexual infantil. Ojalá, decimos, luego pasemos a acciones concretas. No podemos permitir que una niña o niño más sea víctima de un enfermo de estos que, ¡cuidado!, van rondando por todos lados, cerca de los lugares donde puedan captar al próximo inocente. Que nuestros ojos, la mirada atenta de todos, sean la mejor cámara de seguridad y vigilancia. Donde estén, por donde jueguen o caminen, las niñas y niños, hay que estar al pendiente y actitud de alerta. Hagamos una cadena de amor y protección para ellos, para que nuestros hijos no sientan que están en una sociedad no apta para menores.