Vargas Llosa y un papel perpetuo en una billetera

Hay noticias que se demoran mucho en llegar. Esta era de aquellas que se anhelan, pero de tanto abortarse en el camino sólo se imaginan. Era esta la noticia que todos los octubres, por lo menos desde hace 20 años, uno esperaba  mirar en los grandes titulares de esa prensa que, hace 20 años nomás, también lo celebraba a Fujimori y no a él.

Uno se retrotrae en el tiempo y de pronto, se acuerda de aquel marzo de 1990. Mario Vargas Llosa, el casi seguro presidente, celebraba su cumpleaños con un descomunal mitin en la Plaza 28 de Julio en Iquitos. Allí, entre tantos miles de loretanos que vivaban a ese escritor que les hablaba de libertad y saneamiento de la economía, estaba yo. 13 años, creyendo firmemente que la literatura era fuego.

(Un chiquillo de 13 años que era tan atrevido como para leer El Hablador, una y otra vez, aunque no lo entendiera del todo. Un atrevido superlativo)

Esa noche, 28 de marzo de 1990, para ser exactos, vi por primera vez a ese personaje de quien tanto me comentaba mi papá. Era vigoroso y bien hablado, tenía un aire de severa tristeza y estoicismo, ampliamente disimulada, en todo caso por su enorme y característica sonrisa.

Todos los libros que se almacenaban en la biblioteca de mi casa me reiteraban que era él. Que no podía ser nadie más.

Quería ser Presidente. Y sin embargo más estaba empeñado en persuadir a toda esa masa que desde abajo lo escuchaba entre desconfiada y extrañada ¿Aquél era un político o un señor que hablaba temas esotérico-filosóficos?

Claro, era el señor por el cual había recomendado votar el arquitecto Belaúnde (y la palabra del Arquitecto fue por largo tiempo sagrada en la Amazonía). Pero para mí, pre-adolescente, ese señor que trataba de hechizar con palabras e ideas a una multitud que pedía baile y gestos teatrales, sólo podía ser un cruzado.

Es decir, un visionario. En verdad, un mandarín. Un tipo no sólo para escuchar, admirar, sino también para respetar y seguir.

La primera obra que leí de Vargas Llosa, como dije, no fue sino El hablador, la historia de Saúl Zuratas, alias Mascarita, alias el hombre occidental que decide convertirse en relator de historias sobre el origen del cosmos machiguenga, perdido en las selvas de Madre de Dios. Pero, en verdad, la primera vez que lo leí a Mario Vargas Llosa fue mucho antes.

Fue en Caretas. Fue en El Comercio. Fue en aquellos ensayos en los cuales hablaba del país, de la libertad, de la literatura, del sexo, y de la política con una lucidez, una vehemencia, un conocimiento enciclopédico del tema, una verdad contenida, así como una prosa impecable, no sólo asombrosas como cualidades, sino ampliamente emulables como intereses.

Pero, no solo por eso, por su capacidad para transmitir ideas y conceptos, sino sobre todo, porque ese señor que aparecía en los anaqueles de mi casa con su aureola de inteligencia en acción y trabajo perpetuo, escribía sobre cosas con las que yo también coincidía.

Extrañamente, si hubo alguien que me enseñó a creer en muchas cosas, a cuestionar muchas cosas, a imaginar por primera vez muchas cosas, fue aquél señor que había escrito El Hablador. Un libro que cuando leí  aquel entonces, a los desafiantes 13, me costó mucho entender del todo, pero me dejó algunas imágenes inolvidables. Una de ellas, una recopilación de canciones machiguengas que no ha dejado de acompañarme, hasta ahora.

Ogaykena kabako shinoshinonkaritnsi, amakyena tampia tampia tampia, onkisabintsatenatyo shinonka

Shinoshinonkaritnsi

(Me está mirando bien la tristeza. Me ha traído el aire, el viento. Mucho me enoja la tristeza.)

(Tristeza)

Desde aquél entonces, y esto no lo había dicho nunca antes, llevo como amuleto una reproducción de esas palabras, fotocopiada de la primera edición de la novela, en las billeteras que me ha tocado poseer. Y han transcurrido mucho, no sólo al tiempo y a los viajes, a las estadías o a las despedidas. Siempre me he ido, aún no sé por qué, pero ese papel me ha seguido. Ha sido lo único real y permanente entre tanta inestabilidad vital.

Aquél papel, escrito en el libro de aquel señor que vi por primera vez en el mitin de la Plaza 28, ha sobrevivido a todos los grandes libros que conocí después, que me han hecho reír, emocionarme, enfurecerme, admirarme. Ha sobrevivido a todos esos personajes que eran como amigos nuestros, como partes de nuestra vida misma desde Fushía, hasta Panta, Pedro Camacho, el Jaguar o el León de Natuba. Ha sobrevivido a todos los vaivenes de la literatura, pero también del ensayo, de la crítica, del activismo y, claro, de la política. Ha sobrevivido, sin duda, a todos los insultos, las agresiones, las bajezas de que tuvo que soportar ese señor por parte de gente que siempre ha tenido un denominador común: la pequeñez espiritual y moral.

Ha sobrevivido a todos estos 20 años, increíblemente. Y ha aterrizado en el día en que aquel señor que quiso ser alguna vez escritor (y no sólo se propuso serlo, sino lo logró, pero no sólo llegó a aquello, sino también fue probablemente, a base de dolor, trabajo, constancia y sacrificio, el mejor escritor) ha ganado finalmente el más grande premio que cualquier ser humano puede aspirar: El Premio Nobel.

Ojalá algún día pueda entregarle este papel a aquél señor. Ojalá pueda decirle que aquél día, tan largamente esperado, finalmente llegó.  Y que, aunque el papel quizás diga lo contrario, felizmente ya no nos está mirando fijamente la tristeza.

Que su Premio no sólo permanece en los papeles ajados y envejecidos. Sino también en la memoria y los corazones de mucha, de tanta gente.

Que su triunfo, humildemente, también es el de todos nosotros.

1 COMENTARIO

  1. Buen artículo Paco. Siempre llevamos algo de la persona que nos atrae, de los que nos cautivan de los que consideramos dioses de verdad. Aunque sea una palabra retumbando a la cual acudimos siempre, ineludiblemente. Saludos. Héctor T.

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