La política y el bien común

Algunos amigos y lectores me hacen notar que he escrito muy poco de las elecciones en este tiempo. Específicamente, indican que he abandonado el tema.  En esta época tan movida, me comentan (casi me reprochan) por qué no he tenido empeño en el análisis político, la descripción de los escenarios, las críticas a las propuestas, los combos contra desbarajustes diversos, así como enfrascarme en ácidas polémicas sobre las campañas patéticas y desagradables que se han infligido en este tiempo.

 Yo he replicado que no, porque ciertamente aún escribo de política. Pero es cierto que he decidido nadar o bucear menos, mucho menos, en el asunto: Uno, porque no quiero ser monotemático; dos, porque creo que existen temas mucho más interesantes y productivos; tres, porque es muy poco lo que se puede incidir cuando el escenario es tan pobre; cuatro, porque es demasiado cierto que el tiempo le aprovisiona a uno de menos esperanza y mucho más escepticismo; cinco, porque el concepto de por sí, tal como la actual clase política expresa, es aburrido; seis, porque el pasado inmediato ha demostrado que tomar el toro por las astas puede ser un ejercicio extenuante e inútil; siete; porque estoy convencido de que la salvación de nuestros pueblos no se encuentra en la capacidad de los hombres o mujeres que elije en comicios.

Hace un tiempo, cuando me iniciaba en la práctica del columnismo semanal en este diario, escribí una nota que reflejaba mi opinión sobre las características que debía poseer todo político que se precie de tal. Aún creo dichos axiomas. Aquí les dejo extractos del mismo:

(…) Dicen que en política, la imagen es poder. El poder es Dios. Dios existe y no ha muerto, muy a pesar de lo que predijo Nietzche en Así hablaba Zaratustra. Un buen político es aquél que sabe manejar sus emociones, sus actitudes, su vida privada, su actividad pública. Un gran político es aquél que puede entregarnos en bandeja de plata la salvación del mundo con el simple acto de crear oraciones, frases, construcciones sintácticas. Un político en medio de nuestro subdesarrollo, debe tener afinadas las variopintas condiciones de payaso, de maniquí, de doctor, de abogado, de cura, de profeta y de mago.

(…) Sin embargo, lo aconsejable es que un político exigente se haya curtido en el dominio de Aristóteles, Torquemada, Maquiavelo, Weber, Moro, Smith, Rousseau, Marx, Foucalt, Bentham, Montesquieu y un largo, largo etcétera. También, debe dominar las ciencias sociales y las exactas, el humanismo y la deducción lógica, la lógica de Descartes y la elocuencia de T.S. Eliot. Un político debe haber nacido con el instinto del servicio a la comunidad y el agudo sentido de la astucia y el sigilo comprometidos a la inteligencia. Un político debe entender  que el pueblo opera en base a su propia racionalidad y que él sólo es representante de esas demandas y esos sueños.

(…) Claro; aquellas son las acepciones básicas de un político clásico, tal como se entendía y aún se entiende en ciertos círculos académicos y éticos de la sociedad; hasta antes de la aparición del marketing político, que con su estela de números, estrategias y bluffs ha terminado por generar el descalabro de la función pública.

(…) El marketing político ha generado las peores vilezas que se pueden concebir en términos de enmascaramiento de la realidad y creación de escenarios paralelos y a veces completamente antagónicos entre el envase y el producto. Gracias al marketing político varios canallas y pícaros han camuflado sus taras y limitaciones mediante elaboradas y exitosas campañas de imagen que, a la postre, les han significado el acceso a las altas esferas del poder, del dinero y al empobrecimiento absoluto del debate y el desarrollo de sus comunidades.

Mi percepción es que hemos asistido a una de las campañas electorales más tristes y lamentables que hayamos experimentado en mucho tiempo. Y a juzgar por las encuestas que hemos visto, los resultados nos aproximan a un nuevo descalabro institucional, social y ciudadano.  En este tiempo, la farandulización y la pobreza de los argumentos ha batido records. Ha sido el tiempo de los mítines bailables, de la interceptación privada.

La verdad es simple: el electorado, una vez más, probará su proverbial capacidad para errar. El problema es que los resultados los pagaremos todos, no sólo la mayoría. Si cada uno tuviera el gobierno que elije, no habría queja. También, si los errores electorales se pudieran enmendar, podríamos poner el parche y recuperarnos. El gran dilema es que no podemos decir que nos equivocamos, simplemente. No podemos defendernos, instintivamente, sólo con un “así es la vida”.

Yo creo que hace tiempo la esperanza del cambio en Loreto está lejos de la mediocridad, la chambonería, la pendejada, la corrupción y la ineptitud. Está lejos del caudillismo y la actitud egoísta. Está demasiado lejos de la venganza y la componenda. Creo que las elecciones no han solucionado ningún problema, más bien los han ahondado. Creo también que en estas elecciones elegiremos mal, una vez más, y dejaremos que la crisis se agudice.

Pero, aún así, reitero, la solución no pasa solamente por dejarnos ganar por el tiempo. No pasa solamente por dejarnos vencer por la canallada. Hay que empezar a creer que después de esto no hay punto de retorno. Estas elecciones son, posiblemente, nuestro tránsito a lo más profundo del abismo. En un mundo de coima, que desdeña el conocimiento, sería mucho más intenso creer en los técnicos, en los hombres y mujeres que saben más, en los cuadros adecuados.

No tengo mucha fe en estas elecciones. Pero tengo fe que detrás de las autoridades que elegiremos (o reelegiremos), en la gente de buena voluntad y sabiduría, entre aquellos que aún creen en el bien común, en la generosidad y en el acto de servicio, se podrá creer, y crear, una nuevas clase política, una nueva estirpe dirigente. Exijamos, demandemos, pidamos más. No dejemos que nos vayamos al cuerno cada día mediante el acto de elegir.

Que la grandeza nos envuelva.

Llamada La verdad es simple: el electorado, una vez más, probará su proverbial capacidad para errar. El problema es que los resultados los pagaremos todos, no sólo la mayoría. Si cada uno tuviera el gobierno que elije, no habría queja. También, si los errores electorales se pudieran enmendar, podríamos poner el parche y recuperarnos. El gran dilema es que no podemos decir que nos equivocamos, simplemente. No podemos defendernos, instintivamente, sólo con un “así es la vida”.