Iquitos, la ciudad novelesca

(NE. Iquitos estuvo de aniversario y pocos textos la han definido de modo complejo y abarcador, al menos en su integridad. Edwin Chávez Campos, iquiteño, escritor y editor, nos plantea una arista muy peculiar para encontrar el sendero de la urbe mítica, legendaria y tan nuestra, a la que aún no hemos llegado a descubrir en su totalidad: “una ciudad novelesca como ninguna otra ciudad novelesca”. Aquí los fragmentos más importantes del texto  que  Chávez comparte con nosotros).

El escritor francés Jean Echenoz señaló que Iquitos era una ciudad tan peculiar que se dijo: “Tengo que ponerla en un libro. Yo no creo demasiado en ciudades novelescas, pero aquello era demasiado”. Jean Echenoz caminó por la ciudad novelesca y utilizó esa experiencia para que su narrador de ‘Al piano’, el reputado pianista Max Delmarc, deambulara por sus calles como si atravesara el purgatorio.

Nada más adecuado que pensar en una ciudad novelesca como una ciudad de expiación.

Iquitos es una isla, rodeada de un río inmenso e inconmensurable, una isla porque vaya uno a donde vaya se cruzará con agua dulce y tibia, con lanchas y peque peques, con hombres al sol y niños en la playa, con sirenas y gallinazos y mitos. Una ciudad que afrontó conflictos y guerras contra tres países, que sufrió considerables luchas internas y hasta le crearon por algunos meses una moneda propia. Isla, sí; ciudad, sí. Como obsequio, le otorgaron en 1897 una casa Eiffel traída desde París; también, un hotel de tres pisos y mirador revisados por un discípulo de Gaudí, con azulejos italianos y hierros alemanes; un teatro (no como el teatro de la ópera de Manaos, pero teatro al fin y al cabo) al que llamaron Alhambra y en que alguna vez deslumbrara la actriz Sara Bernhardt; un colegio masculino de la orden agustiniana y uno femenino de la orden franciscana.

Dentro de su peculiaridad, tuvo como alcalde un alemán nazi que gobernó en dos oportunidades antes de que lo deportaran en plena Segunda Guerra Mundial. En sus dominios se produjeron y denunciaron abusos contra indígenas en las casas caucheras y además vio con desgarro y frustración cómo aquel esplendor que había comenzado a florecer de un momento a otro, de un siglo a otro, de una época a otra, se iba apagando dentro de sus entrañas rápidamente, una fluida sangre que brotó de sus muñecas sin socorro y ante la inclemencia del sol y la lluvia y el arco iris (porque en las ciudades novelescas, como sabrán, todo sucede junto o no sucede).

Aún hoy brilla la casa Eiffel, uno de los tantos modelos industriales que el mismo Gustave Eiffel diseñó y exhibió en la Exposición Internacional de París de 1889, pero es uno de los pocos establecimientos que se mantienen en pie y que emanan el aroma nostálgico de la época del caucho que se vivió en Iquitos.  Aún hoy brilla la casa Eiffel, aunque ahora gobierne en su interior una botica farmacéutica o un pequeño stand de souvenirs amazónicos, aunque a tres pasos una larga fila de diarios limeños y regionales obstruya el paso y uno que otro individuo nos invite a capturar nuestro rostro en una fotografía tamaño carné. Y brilla porque en las noches, desde su segundo piso, desde aquel restaurante donde uno tiene la oportunidad de ver la plaza de Armas y el incontenible movimiento motorizado (como alguna vez lo hiciera Julio C. Arana luego de formar la Peruvian Amazon Company o Vaca Diez antes de morir ahogado), se puede sentar solo o en compañía, pedir una bebida afrodisiaca o un plato exótico y contemplarse a sí mismo a través de la ciudad. Desde allí el armazón de hierro se ve contrastado por el único hotel de cinco estrellas, el Hotel Plaza y su alta pared de vidrios-espejos, ahí donde antes deleitara la soprano Blanca Antony o la actriz Sara Bernhardt, ahí donde antes se aglomerara la gente para observar un espectáculo cultural luego de cenar.

En 1998, por ejemplo, la ciudad ardió en llamas. En contra del Acuerdo de Paz con Ecuador firmado en el gobierno de Fujimori, se organizó una marcha que culminó con el Palacio de Justicia ardiendo de pies a cabeza, al igual que la Dirección regional de pesquería y la SUNAT. Esa noche mi ciudad fue el infierno. A pocos pasos de mi casa, llantas quemadas en medio de la pista iluminando la infinita noche con una multitud de gente enardecida; a pocas cuadras, un edificio consumiéndose por el fuego (dos días después, mientras recorría la ciudad, recuerdo que quedé impactado por cómo lucía el Palacio de Justicia, pues daba la impresión de haber sido bombardeado). Atacaron no solo construcciones estatales sino también las viviendas de los congresistas afines al gobierno y las tiendas comerciales de la calle Próspero. El caos fue absoluto, imparable, vergonzoso, por más frustrada que se sintiera la gente con la labor del Estado, por más que gritaran en medio de la marcha ‘Abajo la corrupción’ o ‘Fuente ovejuna, hermanos’.

Y yo me preguntaba qué eran de aquellos militares que se habían atrincherado en una obra de arte como el Hotel Palace, de aquellos soldados que conviven con sus rifles en las manos bajo el marco de la puerta, cuidando o protegiendo o simplemente como muestra de represión. Aparecieron en la medianoche, cuando ya todo se había consumado, cuando del cielo comenzó a caer una garúa que fue apagando las llamas y a la una imperó un apagón eléctrico. Por supuesto, en cualquier ciudad es imposible imaginar un poder militar en la periferia; la represión está en el centro, al lado del boulevard y las fiestas, al lado la biblioteca y los colegios, al lado de uno mismo. Pero en aquel 1998 nada de eso existió. Si la noche duraba 72 horas, se habría incendiado la ciudad entera.

Pero como en toda ciudad debe existir alguien que escriba sobre ella, recuerdo que en mi último viaje contemplé de nuevo aquel hombre que, a través de la ventana de medio arco de su vivienda, escribía en su escritorio, alumbrado por la tenue luz amarilla de una lámpara y rodeado de libros encima de otros. No se me viene a la mente ninguna urbe que exhiba un escritor en pleno proceso creativo. Esa es la imagen más grata que evoco de mi adolescencia. Quizá la imagen con la que trato de quedarme siempre cuando recuerdo mi pasado.

Si uno se dirige por la calle Napo, a pocas casas de la Plaza de Armas, podrá visualizar un hombre alto y delgado sentado en un escritorio y completamente abstraído con su máquina de escribir. Todos en la ciudad lo han visto. Todos en la ciudad saben que hay un escritor que quizá sea el escritor de la ciudad novelesca, el que urde y desteje las situaciones disímiles que suceden en un pueblo como este. Ahora ya sé que se trata del antropólogo Jorge Gasché, un profesional a carta cabal y varios estudios amazónicos a cuestas, pero desde mi infancia hasta hace unos meses me pregunté quién era. Mi casa quedaba (todavía queda) a una cuadra de la suya, y cuando pasaba por su vivienda lo veía con curiosidad y misterio, sobre todo me preguntaba cómo podía abstraerse de la gente que iba de un lado a otro de la calle sin que se distrajera.

Porque cuando yo lo miraba, estaba con los ojos puestos en el papel de la máquina de escribir o en el papel de un libro, y daba la impresión de que nada más existía la historia que iba contando a través de su imaginación. Si lo hubiese visto Echenoz, me digo. Y aunque sigan pasando los años sé que seguirá escribiendo dentro de la ciudad novelesca. Una ciudad que sufre los avatares de la distancia y la falta de conexión terrestre y la ausencia eficaz del gobierno. Y sé que, al igual que yo, habrá otros muchachos que lo observen con fascinación e incredulidad, porque ante el frenesí de las motos y las marchas y los paros y las lluvias y los incendios, habrá alguien que se detenga a pensar y leer y escribir, y nos escribirá a todos, aunque sea en el imaginario popular.