Y uno -orgulloso de haber nacido años después que las bellas damas- cree que las hermanas las pertenecen. Y tiene que ver, religiosamente, cómo se van yendo de la casa y hacen lo mismo que nuestros padres hicieron para que nosotros seamos más cuerpo que alma.

Ser el último de siete hermanos tiene sus bemoles. Por ejemplo, cuando uno es aún niño, no entiende que las hermanas tienen pretendientes que las visitan y las llevan al cine y las llevan al baile. Y uno -orgulloso de haber nacido años después que las bellas damas- cree que las hermanas las pertenecen. Y tiene que ver, religiosamente, cómo se van yendo de la casa y hacen lo mismo que nuestros padres hicieron para que nosotros seamos más cuerpo que alma.

Una de ellas, Doris, fue la que más lejos se fue. Emigró a Italia y no es exagerado decir que cada cierto tiempo me coge la madrugada y pienso en ella como la menor de todas y la más bailarina y conversadora. Por ella, básicamente, me mantuve más de doce horas en una aeronave para visitarla en Milán y recorrer a su lado y de los suyos la calle inundada de pizzas. Fue ella la que me dio un regalo inolvidable con dedicatoria incluida: un diccionario. Fue primordial para lo que años después tenía que hacer: escribir.

La mayor de todas, Naty, es la más maternal de las cuatro. Un setiembre que aún recuerdo llegó de su trabajo y sacó de su cartera un reloj con el que los días siguientes me sentía dueño del tiempo. Sabía que su sueldo no era demasiado pero sí lo suficiente como para obsequiar algo a su hermano menor. Es la que tiene mejor sazón -seguida de la tercera- y cada vez que los triglicéridos nos permiten nos ponemos de acuerdo para darnos un gustito gastronómico.

Lula. Se parece tanto a mí, como dice la canción. A ella -cuando jugaba vóley y básquet- la decían Lulica y mientras yo oficiaba de “recogebolas” en el coliseo, las compañeras de equipo y los pretendientes que le llovían me decían “Lulico” por el parecido físico que me atribuían. Se ha hecho en la vida a base de esfuerzo -como las demás, es verdad- y estudiaba y trabajaba, dualidad que pocos mantienen. Ella hasta ahora lo hace. Es una emprendedora maravillosa y a veces la ingenuidad le gana y no puede despercudirse de los lobos vestidos de oveja que se ponen en su camino.

Silvia Elisa. La aplicada jovencita del Rosa Agustina. Sigue aplicada hasta hoy y lo será por toda la vida. Su sentido de la responsabilidad y su apego a la corrección son características que aún pretendo imitar. Todo ello lo ha transferido pedagógicamente a sus hijos. Es la maestra de la familia. Es la que capea los temporales con una tranquilidad asombrosa y cuando se trata de divertirse lo hace con la misma convicción que asume sus compromisos laborales.

Mamá Julia. Grande mujer. Trabajadora. Practica el don de la puntualidad en todas las cosas de la vida. Ha criado a siete hijos a punto de sudor y, estoy seguro, varias lágrimas. Si me piden un recuerdo de mi infancia puedo decirles que la veo enseñándome el aseo personal y haciéndonos la señal de la cruz antes que el agua caiga sobre nuestros cuerpos. Y si me piden una frase que ella pronunciaba con insistencia y que mi infancia la grabó les puedo repetir: los pobres no tienen por qué andar sucios, aunque sea viejita la ropa pero ustedes deben salir a la calle siempre limpios. Claro que seré uno de los hijos que no le hace caso. Ella, que dedicó toda su vida a criar a sus hijos y a algunos de sus nietos, hoy se pasea por el mundo y donde se encuentre siempre se da tiempo para averiguar en qué andamos sus descendientes.

¿Por qué hablo de ellas? Pues porque creo que soy la mezcla de todas esas personas. He crecido junto a ellas. He visto lo que hicieron para ser lo que son. Son, todas, absolutamente todas, a quienes acudo mental y físicamente, en los momentos de disturbios. Con cinco décadas en los hombros en cada emprendimiento creo ver en ellas un motor y motivo. Todas han tenido momentos difíciles. Complicados. Pero en diferentes circunstancias me han enseñado que todo lo que se logra con trabajo no tiene pierde. A esas mujeres las debo lo que soy. Sin ellas no estaría frente a una portátil escribiendo con la libertad de siempre y la convicción del todavía. Luego vinieron Mónica y Daniela, que serán motivo de otro artículo, quizás el próximo año, cuando setiembre me coja confesado.