Meditaciones sobre la libertad

En “Ética para Amador”, Fernando Savater dice que “en lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos”. Efectivamente, es inconcebible un mundo habitado por seres humanos dominados por la unicidad del pensamiento, de conceptos, de ideas, de perspectivas. La sola idea de unicidad de raciocinio colisiona de mala manera, abruptamente, con el principio de libre albedrío de la especie humana, principio germinal de la libertad, que es atribuido a la naturaleza intrínseca del ser racional que Giovani Sartori ha dado en llamar el homo videns contemporáneo, o en último caso, a un mandato divino en el génesis de la Humanidad.

La libertad como valor político, sustenta a su vez, la democracia. La democracia es diversidad de enfoques, de diagnósticos, de posiciones, de formas de cambiar la realidad o de mantenerla. Por eso la democracia, para ser tal, no puede ser unipartidista, no puede ser un sistema impositivo de criterios, ni menos un draconiano operativo político que pretenda lobotomizar la parte del cerebro que domina las hormonas y los impulsos neurales responsables de dirigir al hombre a romper los barrotes oscurantistas y las cadenas inquisidoras a través de los siglos. En este mismo plano, la democracia no puede entenderse como reelección, ni tradicional, ni legal, ni permitida, ni embozada mediante maquillajes electorales. La democracia tampoco puede entenderse sin alternancia en el poder, es decir, sin la posibilidad política de optar por otras referencias u opciones, pues la alternancia es un componente sustantivo, un mecanismo intensamente libertario de toda auténtica democracia.

Como derecho humano, la libertad está en nuestra genética bioquímica y social. Nuestros genes están constituidos en definitiva por moléculas complejas e inteligentes que, a su vez, están formados por átomos organizados de modo riguroso y exacto, pero en los que el principio de incertidumbre de Heisemberg deja entrever el insondable afán de liberación de las órbitas existenciales. No puede entenderse la libertad sino como un derecho íntegramente entretejido con la plenitud de la conciencia vital del hombre. Hombre culto, hombre libre. Hombre pleno, hombre libre. Hombre sabio, hombre libre. De idéntica forma, no podría entenderse un pueblo que habiendo llegado a un nivel de conciencia histórica colectiva retroceda en el tiempo para volver a contextos de dominación, subyugamiento y opresión.

La libertad también es un concepto filosófico. La pregunta de todos los tiempos respecto de qué somos, hacia dónde vamos, cuál es la razón de la existencia humana, es posible formularla por el hecho mismo de que podemos pensar y reflexionar en cuestiones tan abstractas y tan concretas al mismo tiempo, o en la acción de alcanzar la generalidad a partir de la especificidad y viceversa. Somos libres para el razonamiento y para pensar en nuestro destino, en nuestro propósito presencial en la tierra. El hombre es el único ser vivo que racional y conscientemente sabe que va a morir. Y en esa conciencia y en libertad, cuestiona el plazo de su existencia y el motivo de su existencia, se forja comportamientos, establece normas morales, realiza valoraciones de bondad y maldad de sus actos, enfrenta dilemas, busca la trascendencia. Si no fuera libre de pensar, libre de saber, libre de actuar, no podría cuestionar lo material perceptible, tetradimensional para encaminarse hacia lo espiritual intuible, multidimensional. Ya, el apóstol Pablo, lo dice en el nuevo Testamento: allí donde está la libertad está el espíritu de Dios.

Pero la libertad en tanto valor universal, es una acción moral, un hecho social, en el entendido de que la moral son las costumbres, los hábitos, las formas de vida, el “ser”, la realidad. Una acción moral (Varó Perol, 1998) -lo saben los filósofos- tiene cuatro elementos que responden a diferentes preguntas: el motivo (¿por qué lo hago? ¿qué me mueve a actuar conscientemente?), la intención (¿para qué lo hago? ¿cuál es el fin que busco voluntariamente?), los medios (¿con qué lo hago? ¿el fin justifica los medios?) y el resultado (¿qué consigo al hacerlo? ¿qué consecuencias acarrea mi acción a las personas que me rodean?). Para determinar la valoración moral de las acciones, para saber si una acción moral es buena o mala, existe la ética. La ética es la reflexión filosófica que hacemos sobre la moral, es el “deber ser”, el ideal, la utopía, constituida por “un conjunto no bien especificado de términos que denotan entidades abstractas” a la que llamamos valores y que generalmente se expresan en normas y en códigos.

Tomemos como ejemplo una de las libertades humanas que es reconocida como un derecho universal: la libertad de expresión, tan discutida en nuestros días. Ciertamente, existe una libertad de expresión entendida desde la perspectiva del “ser”, de la realidad, de lo cotidiano, de cada espacio-tiempo. Yo puedo decir lo que quiera, porque lo quiero, como lo quiera, y cuando lo quiera, ésa es mi libertad moral y nadie me discute. Pero, como hemos visto, es inevitable contrastar ese “ser” moral con el “deber ser” ético. Los periodistas, por ejemplo, tienen un código de ética (ética normativa) que constituye su “deber ser” como periodistas. En este sentido, si se trata de valorar sus acciones, esa valoración estaría dada por la distancia que existiría entre su práctica cotidiana y su código de ética. A esa distancia algunos lo llaman libertinaje, tan igual de excesivo (o deficitario) y perverso, como la falta de transparencia asociada al ocultamiento de información, al silencio cómplice.

Las sociedades que han alcanzado los más altos grados de desarrollo humano, lo han hecho en el marco de la libertad. Hay una relación directamente proporcional entre libertad y desarrollo humano. Cuanto más restringes la libertad de expresión, con sus taras y manchas, hay más corrupción, y por ende, más pobreza, más atraso, menos desarrollo. A la par, cuanta más libertina se vuelve la libertad de expresión, más oscurantista, más medioeval, más borrega, menos educada se vuelve una sociedad, y consecuentemente, hay menos discernimiento, las personas pierden credibilidad, y la viabilidad de forjar acuerdos de largo plazo para el desarrollo se vuelven más remota. Nuestra obligación es, entonces, encontrar, el punto de equilibrio.