Sus recomendaciones, sus palabras, su perdón ante el desplante, su dar la otra mejilla, su vocación magisterial, su bondad que ya cruza la frontera de la ingenuidad, su convivencia bíblica en esta sociedad y cada acción que emprende siempre tiene un aire de apostolado.

Ya sé. Ya sé. Es común hablar de la madre. De quien nos engendró. De quien nos tuvo en su vientre varios meses para luego expulsarnos con tanto dolor como alegría. La madre genealógica, la que nos dio la vida, pues. Pero es una maravilla encontrar por el camino las otras madres. Las que uno admira por lo que son. Yo tengo varias. Más de las que merezco, seguro. Nadie reemplazará a mamá Julia Judith, nunca. Pero tengo mi Pelagia Vlasor, esa madre novelesca de Máximo Gorki, que se une a la lucha de su hijo y que a punta de esfuerzo y sacrificio sale adelante. Ya sé que la comparación puede no ser exacta. Hay ese riesgo en las comparaciones, sobretodo con aquellas personas incomparables como Nilda Chávez Ibazeta. Y, tampoco tampoco, pretendo ser Pável.

Criar seis hijos no habrá sido una tarea fácil. Y eso solo lo saben aquellas que los han criado. Educado, formado para la vida. Y Nilda vaya que lo ha hecho en condiciones casi heroicas. Trabajando mañana, tarde y noche. En verdad no sé cuándo se apareció en mi camino. El tiempo es lo de menos. Lo que sí estoy seguro es que desde la primera vez que la vi noté en ella una mezcla de santidad dispuesta a comprender al prójimo. Y habrá sido por esa condición que siempre la relacioné con mi madre.

Maternal hasta el exceso. Dando de sí a costa de quedarse sin nada. Reafirmando la vocación cristiana que todos llevamos dentro. Encomendándose a Dios con plegarias para los suyos como para los ajenos y cumpliendo las promesas al Altísimo, Nilda siempre será una de esas mujeres en claro peligro de extinción.

Su matriarcado no sería nada si es que en los momentos difíciles desde donde me encuentre no me encomendaría a ella, también. Sus recomendaciones, sus palabras, su perdón ante el desplante, su dar la otra mejilla, su vocación magisterial, su bondad que ya cruza la frontera de la ingenuidad, su convivencia bíblica en esta sociedad y cada acción que emprende siempre tiene un aire de apostolado. Maternal hasta el tuétano. Cómplice en la frontera del pecado con sus vástagos y los amigos de ellos. Nilda Chávez Ibazeta se merece un monumento a la madre de todos los tiempos.

Por esas veleidades de la vida no la frecuento como quisiera. Como debería. Pero cada vez que la encuentro ya sea en Lima, ya sea en Iquitos, ya sea en Arequipa, ya sea para Navidad, ya sea para las coincidencias que nos manda el destino, siempre creo encontrar en ella un motivo parad ponerle buena cara a las circunstancias. Y vaya que la pone. Donde hay odio ella siembra amor. Donde hay desolación ella imparte esperanza. Donde hay maldad ella encuentra bondad.

Ya sé, ya sé. Nunca reemplazará a mamá Julia Judith. Nunca. Pero hay que decirlo para que todo el mundo se entere. A la señora Nilda Chávez Ibaceta o Nilda Chávez de Jarama la tengo como una madre. Una señora madre. Por eso en este mes de su cumpleaños he querido dedicarle estas letras porque -con falsa modestia- creo que es lo mejor que hago: escribir. Porque ella es de aquellas que mantienen el mundo ante las locuras ajenas, de esas que aún permanecen en este mundo. De esas que toda la vida arregla los desbarajustes que otros propician, de esas que son necesarias para que el mundo sea mundo, de esas que hacen el bien sin mirar a quien, de esas que creen que alguien vendrá a juzgarnos a los vivos y a los muertos, de esas mujeres que sin ceremonias ni estatuillas han alcanzado la santidad por los siglos de los siglos. Amén.