Nos paramos entre el cruce de las calles San Antonio con Periodistas. Matheo me preguntó ¿Papá por qué los focos de los semáforos son del mismo color? Estaba sentado como copiloto en la motocicleta que conducía con un enorme casco azul inseguro y abrazado de mi cintura cómo lo hacen los niños con poca costumbre de andar en moto. Se han gastado “sus ojos”, le respondí. Mientras arrancaba recordé que un ex alcalde de Punchana hace años enviaba notas de prensa convocando a la inauguración de cada semáforo cómo si fuesen la obra del siglo. Ese aparato ahora roído y sin color  imagino que correspondía a esa entrega.

Nadie le hace caso a los semáforos en Iquitos. Podría ser una generalización exagerada, pero aplastante e inequívoca para un infante. De hecho, cuando paramos en una intersección y un niño  de ocho años como Matheo observa que las motos pasan a su costado desobedeciendo la señal en supuesto rojo, esa imagen se queda en la retina del niño que lo repite ante los demás a veces como una hazaña de  “pepe el vivo” o como una costumbre arraigada.

A nadie le interesa que esos focos que debieran obligar a ciertas reglas al chófer, estén desarreglados, rotos y sin color, por eso la historia se repite no sólo en el distrito sino en varios. La autoridad debe pensar que así estuviesen arreglados, igual nadie los respetaría ¿Por qué entonces tendrían que percatarse de ese insignificante detalle si es un objeto inservible para todo efecto?. Cuando volví a conducir la moto, recordé que había leído sobre una campaña que alertaba del uso del casco en la ciudad y que había traído consecuencias positivas, criticadas y rechazadas ciertamente, pero que trataba de imponer obediencia a la norma, sin embargo me sentí casi desolado con los cascos encima, porque parece que esa flor duró un día.

Hay un tránsito entre dejar de ser un pueblo para convertirse en una metrópoli que implica el cumplimiento de leyes, normas y reglamentos que imponen sanciones obviamente. Casi siempre ese tránsito está acompañado de defensas absurdas de la informalidad, cómo no usar casco en zona tropical es un alivio a la temperatura. O que por ser ciudad con tránsito masivo en motocicletas, ciertas normas urbanas no deberían aplicarse. Ese proceso intenso de adecuación se llama educación y cómo la gente normalmente no se educa por propia voluntad esa tarea es delegada a la autoridad. Esos vacíos culturales  en Iquitos –  ahora que estuve disfrutando de su clima – confirmo que aún siguen siendo inconmensurables.

La ciudad a mí me conmueve y la sufro más cuando me detengo en observar estos comportamientos que pienso que, cada vez que vuelvo, los voy a encontrar  reducidos, minimizados o imperceptibles como podría encontrar taras en otras ciudades. Me entrego tanto al clima, al hablar contagioso de la gente, a su inexplorada  comida que siento su retraso como una derrota mía. Me embriaga la noche, la humedad, su alegría y su cadencia generalizada, pero me actualiza el miedo de mirar cómo con tanta impunidad miles de jóvenes salen del Pardo o del Complejo del CNI, borrachos conduciendo sus motos sin control hacia la muerte.

Esas tareas son de largo aliento y asumo que la autoridad no las va hacer. Si no puede entregar cien metros de asfalto en casi un año en una calle céntrica de Iquitos, no se va empeñar en programar semejante cruzada de educar a sus vecinos y esperar nuevas conductas que además no suma electoralmente en el corto plazo. Por eso a nadie le importa los “ojos” de un miserable y olvidado semáforo. Y digo ojos, porque el sustantivo lo recogí de la gente que siempre en la selva le da vida  a los objetos y habla con la ternura que un objeto metálico no merece.

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