En Cotonou el sol era abrasador. Llevábamos un botellín de agua para compensar la deshidratación. Mi camiseta estaba empapada de sudor. Nuestro guía Ángel nos llevó a un sitio muy particular, me dijo te va gustar. Más al saber que era peruano y de la Amazonía. Ángel siempre estaba de buen humor y una sonrisa en los labios, nos decía al mirar el tráfico de carros (pensaba sobre sí mismo que es muy parecido al de Perú por lo caótico e inmanejable), es el caos ordenado, no te preocupes que pasamos la rotonda que estaba llena de coches y motos de diferentes velocidades. Recuerdo que en Porto Novo nos llevó al Museo Antropológico y realmente los museos, por más críticas que hay sobre ellos en países colonizados como los nuestros, pueden constituir una gramática diferente al de los colonizadores. Ese día de intenso sol nos trasladó a San Ganvié que es un pueblo en el palustre (nos compramos un sombrero de paja para protegernos del sol). El pueblo está dentro del lago de Nokoué. Allí llegan turistas solo por lanchas, por lo general, franceses en bandadas. Llegó un momento en la incursión que llegaron más de veinte barcos con los caras pálidas que alborotaron al pueblo. Los niños no querían que les tomaran fotografía, mostraban rostros de enfado. Ahí en ese lago y ese pueblo me vino como un tsunami de recuerdos el pueblo de Belén en Iquitos, Perú, donde los turistas navegan en las aguas de la pobreza como en San Ganvié. La población había dominado por siglos el ecosistema, en términos amazónicos vivían dentro de una gran tahuampa como las historias sumergidas de los Kukama en el río Marañón. La única diferencia es que esta estaba poblada por gente negra del continente africano.