[En Requena]:

Escribe: Percy Vílchez Vela

 

La necia costumbre de publicar mamotretos escritos, con la cándida idea de incentivar la lectura en las aulas locales, es un burdo cuento, una estafa reiterada. Cuanto más se editan esos engendros ridículos, cuanto más se incrementa ese basural, más huyen los estudiantes del libro, de la lectura, de la literatura. Las cifras de cada año no mienten, los números de siempre no se equivocan. Es que es imposible que los escolares de ambos sexos sean seducidos por esos errores, esos desvíos selvistas, animalistas, miticistas, ejemplificadoras y otros extravíos. La venta asegurada, gracias a los salones, ha fundado es vergüenza. La primera medida del plan lector, acordado entre Tierra Nueva y la Ugel – Requena, y auspiciado por el Gobierno Regional de Loreto, fue acabar con esas proliferantes tonterías.  

En la fluvial Requena de todos los días, contemplar el soberbio atardecer desde uno de los puentes sobre el Tapìche, río que entra directamente a la ciudad sin pedir permiso, abriéndola en dos mitades, como repartiéndola sin abandonar las entrañas de lo acuático,   era un espectáculo inolvidable, reconfortante, que no perdimos en ninguno de los 4 días en que anduvimos por allá. Era como regresar, fuera del tiempo, a uno mismo y sus riberas, su cielo de pinacoteca desparramada en la lejanía, su mismo río pasando cerca a casa siempre, mientras el ajetreo de los hombres y mujeres les vinculaba radicalmente a lo acuático, con sus naves yendo y viniendo, sus cargas, sus artículos, y el pescado presente, ese don de todas las estaciones del bosque.

Desde el puente sobre el Tapiche, en el atardecer colorido, populoso, animado con ese vitalismo de costumbre, uno puede pensar en los docentes viajando en esos barcos con sus libros hacia sus salones, hacia sus alumnos de ambos sexos. Uno puede pensar en los días que pasan, en la distancia, en los inconvenientes que encuentra el plan lector referido. Uno puede pensar en el lugar nombrado como Limóncocha, el más lejano sitio de la provincia a donde se llega después de un largo viaje que dura una semana. Más o menos. Hasta allá, hasta esa frontera remota, ya han arribado algunos libros editados en la iletrada Iquitos. En Limóncocha no hay uno solo de esos libracos que complican las cosas, que ayudan a las cifras de la vergüenza, sin que nadie diga algo en contra de esa aberración. . El libro malo, hay que decirlo con todas sus letras y sin miedos, tiene un origen infame.

En el mundo de hoy el mercado cautivo de las aulas ha fundado esa aberración de autores de pacotilla dedicados a la escritura para niños y adolescentes. Dedicados como un oficio a contrabandear con las aulas, sin que nadie se levante contra ese delito. El año pasado en Lima, por ejemplo, una conocida editorial auspició un evento con esos zánganos y en el recinto había como 300 comerciantes listos a debatir sobre lo que habían escrito, lo que escribían en ese momento y sobre lo que iban a escribir, como si se tratara de un molde hecho de arcilla, inmutable por los siglos de los siglos. Así se contaban malos cuentos sin saber que ese tipo de literatura no existe en ninguna parte. Nunca la literatura universal ha dado decorosos resultados cuando los autores han elegido primero al público, al mercado, al consumidor. Toda obra muere así, antes de nacer y se convierte en un texto oportunista. Toda escritura tiene que ser un estallido, un aullido. y no una emisión de lugares corrientes y comunes. Pero esa verdad desconocen esos escribas que solo buscan ganar algunos reales o varios reales. O una millonada de centavos, sin importarles nada más que el tintineo del metal. Ese pequeño detalle, vinculado a la ganancia, al consumo, es letal para las aulas. Porque, junto a otros factores, contribuye al desastre del abandono de la lectura de parte de los estudiantes de ambos sexos.

En nuestro medio el autor de libros malos, salvo alguna excepción, es un ser tardío. Cuando ya se le acabó toda pasión, toda locura, decide sentarse a redactar cualquier cosa. De repente, siempre quiso escribir alguna historia, cierta aventura, pero no se decidía y, además, no tenía tiempo como si cualquier día no tuviera sus 24 horas. En desventaja desde un inicio, no se preocupa por aprender algo del oficio, por conocer algo de sus secretos, de sus leyes, y se lanza a armar su mamotreto juntando lo que tiene en la cabeza, que no es mucho. El fácil cuento de que eso servirá en los salones, donde la lectura escasea, es en realidad un simple consuelo. Porque esos publicaciones son contraproducentes. Empeoran las cosas. Las cifras, los números, demuestran que todos sus esfuerzos son vanos. Pero el escriba, que tiene una habilidad para engañarse, no se da por enterado, se hace el loco, y cree que los otros, los demás, tienen la culpa de esa postración intelectual que es cualquier último lugar en lectura.

Era una cierta pena abandonar el puente sobre el Tapiche y dejar de ver lo que ocurría después con las naves, las personas, mientras la noche avanzaba. Pero había que irse pensando que lo que se conoce como literatura infantil y juvenil, es posterior a su intención y a su publicación. Los ejemplos son incontables, irrefutables, perennes. Y tan claros que no vale la pena repetirlos. Pero podemos mencionar alguna obra ejemplar en es rubro. Podemos mencionar Los viajes de Gulliver, el mejor texto para cualquier niño o adolescentes, de acuerdo a nuestro parecer que puede ser fanático, arbitrario, pero es honesto. El sombrío, hepático y siempre beligerante Swiff, mientras redactaba su obra maestra, jamás pensó en los salones, en los docentes, en la comprensión de lectura, en el plan lector. Escribió nada más y, luego de muchos años y desengaños ese libro fue elegido como obra para las aulas.