Es una patria extraña. Muy extraña. Se educa y enseña odiando al otro, al diferente. Al que piensa distinto se les destierra, se le recluye, con crueldad, a las mazmorras de la desmemoria. Es una tierra donde la injusticia y la ingratitud son el abono para muchas rencillas que duran tiempos. Nadie retrocede en sus posiciones. Estas disputas con el tiempo se vuelven virulentas, no hay respiro. No se discute, se grita a viva voz. No se escucha. Caen insultos, difamaciones y no pasa nada. Lo que se dice en las tertulias está emponzoñado y con el ánimo de zaherir al contrario, no de construir un diálogo razonado, que pueda integrar otras voces. Es aniquilar al contrario. Los tertulianos y tertulianas se vuelven sicarios de la palabra, aquellos dioses de la nada que portan déficit de empatía, se ríen de las desgracias ajenas. De sonreír ante la anécdota sin sentido y de las viejas (tontas) glorias. Se vive lanzando lisonjas al político de turno, al poderoso, en pocas palabras, se ha perdido la dignidad. La capacidad de criticar dentro de los límites del civismo. Abunda la flatulencia nauseabunda y son amantes del doble discurso. Quien ocupa un cargo público no se da cuenta que está desnudo, y sus adeptos tampoco. Sólo le aplauden y le ríen las gracias. País extraño, difícil, contradictorio, cainita. Les encanta rendir discursos a las banderas (matan al otro por ella) y adictos a los héroes de cartón piedra (se tuerce la Historia con mayúsculas), mientras niños y dirigentes mueren asesinados, y muy pocos, piden justicia ante esas muertes. Hacen la vista gorda. Es un país que se desangra pero saltan de contento por los dígitos económicos que el azúcar de unos pocos y la sal de la mayoría. No es fácil vivir en un país como ese y como otros.  

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