El mayor inconveniente del sonado arbitraje de Homero Simpson era que tenía que dirigir todos los partidos del mundial brasileño. No uno o dos, sino cada uno de los encuentros programados con antelación. Así que  jadeando, con la lengua afuera, corriendo poco, estrellándose contra los jugadores, cumplió cabalmente con su cometido. Pero el problema era su escaso conocimiento de las reglas como aquello de anular los autogoles porque un jugador no podía ni cómo meter el balón en su propio arco. Además, suprimió el cobro de la posición adelantada, porque de acuerdo a sus declaraciones detenía el juego, interrumpía   la acción, frustraba las expectativas de los aficionados.

De manera que Homero Simpson, sin proponerse, estaba revolucionando las reglas obsoletas de un deporte popular y populoso, en aras de una mayor eficacia y una mayor dinámica acorde con la prisa de los últimos tiempos. También en un partido de los cuartos de final suprimió el penal porque era lesivo contra el pobre arquero que era como fusilado desde tan cerca por el jugador contrario. Está demás decir que en el partido definitivo el bueno de Homero arbitró desde su echado en medio campo. No tenía ánimo ni para dar un solo paso.

Como habrá sospechado   el lector o la lectora eventual de estos escritos, el mundial carioca fue declarado nulo, viciado, fuera de lugar, por los altos mandos del organismo mayor que regula la pelotera. Los mismos que contrataron a Homero Simpson. Lo que no se sabe con certeza es que si esa medida tiene que ver con la furia de las hordas antimundialistas que no han dejado de protestar en estos tiempos.

 

 

 

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