En la segunda cuadra de la calle Cahuide hoy se puede observar un hecho nunca antes visto. Asentadas en tierra, ubicadas en línea,  están unas carpas de color plomo que semejan auxilios elementales para devastadores plagas, enconados sismos que no avisan. Pero se trata de otra tragedia, una tragedia anunciada que nadie que viva en la floresta puede desconocer. En esas carpas, como despojados de su lugar, desterrados de su sitio, se alojan las personas afectadas por la creciente de este año. En condiciones precarias, desde luego, como refugiados de una guerra que nadie de nosotros se atreve a ganar.

Las aguas del lago Morona han subido como todos los años, como todos los ríos selváticos. Como siempre. Nadie que viva por estos lares fluviales puede ignorar esa verdad conocida y consabida. Maraña y creciente son prójimos desde que el mundo es mundo. Todo ese lamentable espectáculo de personas sobreviviendo en condiciones precarias se hubiera podido evitar si es que esta ciudad tuviera un plan de crecimiento. Se hubiera podido evitar tanto bochorno si es que las autoridades no concederían autorizaciones para que surgan asentamientos humanos expuestos a las inundaciones. Todo ese dinero que se pierde en atender las necesidades de la población para enfrentar a las crecientes se iría  a otros rubros.  

Las carpas en la calle de tierra nos indican, con irrefutable contundencia, con imbatible certeza, con feroz claridad, que en tanto tiempo de inundaciones en estos andurriales nadie ha podido diseñar una estrategia elemental para evitar los daños, las pérdidas, las muertes. No existe en ninguna parte un plan para que cambie el patrón de poblamiento. Todo es agua en estas tierras, y esa verdad parece ser demasiado grande para los que tienen que ver con el gobierno de esta urbe fluvial.