El volumétrico ingeniero Brunner, cansando de no poder limpiar la ciudad de Iquitos y sus alrededores, decidió convertir a la basura en un delito. Debido a esas cosas raras que tiene la vida política de los pueblos olvidados, salió entonces un decreto prefectural y edil que convertía a los ciudadanos orientales en delincuentes porque producían diariamente desperdicios. Todo cambió entonces en esa urbe tan sucia. Las cárceles  se llenaron hasta las veredas,  muchos optaron por el exilio voluntario ante que convertirse en seres limpios. Los que se quedaron sufren hasta ahora la furia controlista del basurómetro.

El mismo es un aparato minúsculo que se acopla a un celular prepago y emite ondas electromagnéticas, denunciando a los que acaban de producir desperdicios. Fue inventado por el anchuroso ingeniero Brunner para convertir a Iquitos en la ciudad más limpia del mundo y del universo. La lógica que empleó era  devastadora: si nadie producía basura como si se tratara de una usina o de una factoría, la ciudad quedaba limpia de polvo y paja. Y era certera semejante deducción producida por un cerebro privilegiado. Los que se quedaron en Iquitos tuvieron que cambiar radicalmente sus hábitos. Se volvieron vegetarianos, frutículas con toda la cáscara y otras innovaciones de la dieta alimentaria. Ahora no van a los estadios a dejar desperdicios, ni juegan barajas. Lo único que hacen es practicar bingo en lugares públicos.  Se bañan varias veces al día  como una muestra de su opción por la limpieza corporal.

El aparatoso ingeniero Brunner dirige personalmente el operativo con el basurómetro en mano. Varios curtidos policías le secundan y detienen en el acto a todo aquel que hubiera pensado en producir basura. Desde hace años cumple una eficaz labor  y cobra a manos llenas por mantener bien limpia una ciudad que antaño era bastante sucia.