[En Washington D. C.]

¿Qué es entonces el progreso y qué el subdesarrollo? ¿Los del Primer Mundo, acaso, no imponen sus victorias visibles, ocultando a sabiendas sus miserias inocultables, sus errores a la vista? ¿No puede ser entonces una de nuestras ventajas comparativas la no extinción de la sabiduría de los primeros pobladores?


Desde detrás de las rejas que protegen el limpio, pulcro y bien cuidado jardín, contemplamos con Jaime Vásquez Valcárcel algo de la lejana morada blanca que parecía una casa campestre, una retirada vivienda rodeada de árboles. Aislada, soledosa, parecía que no tenía ningún habitante en ese momento, salvo dos hombres que parecían reparar algún desperfecto del techo. Era la célebre Casa Blanca, la sede de los mandatarios norteamericanos. Desde allí, en la década del sesenta del siglo pasado, surgió una campaña asistencialista para las Américas con el nombre de Alianza para el Progreso. Uno de los ejes de esa ayuda era un desayuno escolar que también incluyó al caserío de Panguana. La Casa Blanca desde entonces para este cronista fue un lugar lejano y grande. Y, años después, allí estaba, algo escondida y vigilada desde arriba por los hombres que parecían albañiles.


Las naves acoderadas en el puerto o flotando en el Potomac, me advirtieron que estábamos arribando a la poderosa ciudad de Washington D. C. La renombrada urbe, que todavía, oficialmente, era el centro del mundo y que fue fundada y edificada a propósito a la orilla de ese río, por decisión del primer presidente de los Estados Unidos, lucía esa mañana como si hubiera dormido mal. El cielo no era ni limpio ni nítido y parecía suspendido en las sombras amanecidas. El sol alumbraba pero no se imponía con sus ardientes rayos. En las esquinas concurridas, en las calles atestadas, cerca de los enormes e impresionantes edificios, era posible ver árboles resecos, sin hojas como a punto de morir. En algunos momentos del viaje, aparecían ciertos árboles que florecían.

La inevitable prisa del viaje, debido a la agenda cultural que teníamos que cumplir, impidió que Juan Carlos Galeano detuviera el auto alquilado para hacernos conocer de cerca el Potomac, que nace en el Estado de Virginia, en Fairfax Stone y desemboca en la Bahía de Chesapeake, en el inmenso Atlántico. Todo río, aun el más pequeño y anónimo, es importante y, por lo tanto, poético, me repetía para soportar el inconveniente de pasar de largo por el río que bordea a la metrópoli fundamental del imperio del norte. El Amazonas seguía a esa hora pasando por mi aldea. He cantado varias veces a ese portento de mi infancia. Desconozco si algún inspirado bardo del norte ha ensalzado o denigrado a ese río de los Estados Unidos. En la puerta del Museo Nacional de Madrid, escuché decir a una dama que no existían culturas superiores, que las culturas eran diferentes. Así debe ser, me dije en esa ciudad cuyo poder se siente en el aire, como una especie de potencia que emana de su monumentalidad arquitectónica, de la misma importancia que tiene y que se nota en los nombres que aparecen en sus edificios. No se puede comparar el Amazonas con el Potomac, desde luego, pero sí se puede decir que el aire que se respira en Panguana es más limpio que el aire de Washington D. C. Esa diferencia ahora no es una simple cifra. Es una parte del drama cotidiano del llamado Primer Mundo como uno de los costos más graves del tantas veces alabado progreso.

La apresurada y fulminante visita de los amazónicos a esa metrópoli fue en realidad una incursión en el legendario circuito del Instituto Smithsinsoniano, esa entidad que fundó la Avenida de Memorias o Museos. Andando en busca de la Sede del Holocausto, caminamos por una esquina amplia donde, al frente, estaba un edificio monumental que en nada se parecía a las otras construcciones cercanas o lejanas de Washington D. C. Era como el regreso a lo esencial, al poder de la naturaleza. Era una sede construida como con piedras color luna, color de arcilla fundamental. En el pecho sentí algo así como un golpe físico, seco, contundente, que bien pudo ser una ráfaga de aire. Era la morada del Museo del Indio Norteamericano. No esperaba encontrar un lugar de esa filiación en una ciudad que se cimentó luego de enviar a reservaciones a los oriundos que poblaron ese territorio.

De inmediato, urgente, invasora, dominante, apareció en mi memoria la célebre carta que el adelantado líder indígena Duwamish, de nombre Seattle, envió al presidente Franklin Pierce quien quiso comprar las tierras ancestrales para que Washington D. C. se extendiera sin obstáculos. Era el año de 1855. En mis perdidos años universitarios había leído ese documento asaltado por el asombro, el miedo, la furia. No pude en ese momento dejar de comprobar que las consideraciones culturales de ese líder lejano eran muy similares a lo que manifestaban con convicción los oriundos amazónicos. En mi memoria ese día en la capital del imperio estaban frescas esas frases rotundas, proféticas, actuales, que reconocían el respeto profundo a la tierra sagrada, al ritmo de la naturaleza, a lo humano del hombre. En el recorrido apresurado por ese impresionante museo busqué con afán algo de ese cacique, busqué siquiera una frase que recordara a los visitantes que hacía más de un siglo y medio que alguien había advertido lo que podía suceder si se renunciaba al respeto a los lugares venerados por los ancestros reales de los norteamericanos. No encontré ni un solo rastro.

Todo museo no es solo una memoria del pasado. Es, también, una memoria palpitante y esencial del presente. La ausencia del cacique citado era todo un lenguaje vivo, contemporáneo. Mientras en los Estados Unidos los dos millones de indígenas viven recluidos en reservaciones donde reina el alcoholismo y la desocupación, en la maraña peruana no se observa esa desgracia. Como nunca antes, en la región selvática, en mi propio país, la agenda oriunda amazónica está presente, está incorporada a los ajetreos de la vida política. Los marginados de ayer batallan por sus sentidas reivindicaciones. En las calles de Iquitos, ahora, no es extraño encontrar de pronto alguna protesta indígena. Es, también, abundante en esa urbe de la remota provincia la presencia de prendas con trazos shipibos. No es difícil hallar nombres aborígenes en algunos comercios de esa misma metrópoli aislada. ¿Qué es entonces el progreso y qué el subdesarrollo? ¿Los del Primer Mundo, acaso, no imponen sus victorias visibles, ocultando a sabiendas sus miserias inocultables, sus errores a la vista? ¿No puede ser entonces una de nuestras ventajas comparativas la no extinción de la sabiduría de los primeros pobladores?