En el calendario de la patria peruana,  el 5 de abril es una fecha nefasta. Era 1992 cuando el mandatario Alberto Fujimori, entre otras medidas antidemocráticas, ordenó el cierre del Congreso y la disolución de los Gobiernos Regionales. De esa forma, de una manera oficial y descarada, se inició la dictadura del ingeniero, de su siniestro asesor y de unas discretas medianías que repetían como bobos el viejo catálogo del autoritarismo cavernario.  Nada nuevo había en ese abuso que, en buena cuenta, fue la incorporación de este país a los dictados del nada novedoso neoliberalismo.

El zarpazo verticalista de aquel gobernante, que ahora está preso junto a algunos de los que disfrutaron del delito en el poder,  no desató masivas manifestaciones callejeras en contra, ni protestas claras de los colectivos  sociales de aquel tiempo. Muy por el contrario, convocó el apoyo y el aplauso de la mayoría de peruanos. Casi todo el mundo estaba de acuerdo con la medida, desconociendo las lecciones inobjetables de nuestra historia que indican  que todo autoritarismo acaba en corrupción. El país iletrado andaba por allí.  Y ese golpista de origen oriental, comandó durante años la gusanera del dolo, del delito, de lo delincuencial.

Las ondas expansivas de ese nefasto 5 de abril no se retiran de la patria. El neoliberalismo reciclado, que se impuso después de esa fecha repudiable,  sigue vigente, invariable,  como una receta perpetua, como si no existieran otras sendas. Nada cambió, económicamente, con Toledo y García. Pero también esa entraña reaccionaria está presente en aquellos que sueñan con un régimen verticalista y autoritario que surja de los desmanes de un cuartelazo petardista,  y que asuma el mando un dictador mesiánico que imponga mano dura, que acabe con los opositores, que  aplaste a los que se atreven a protestar.