La última zapatería de Iquitos cerró sus puertas y ventanas hace meses y se desató una explosiva charanga, auspiciada por el mismo propietario quebrado, cuya filosofía práctica era aquello de que más vale reír que llorar. Pero la situación no está para festejos ni para júbilos un poco disparatados. Porque es grave lo que viene pasando con esta nueva generación que hace tiempo dejó de usar zapatos. El origen de semejante costumbre ocurrió cuando, en un colegio emblemático, una pobre alumna no pudo entrar a clases porque no tenía zapatillas blancas.

El colectivo escolar en pleno, más los dinámicos y principistas profesores y los alertas padres de familia, se solidarizaron con la inocente pobre víctima de esa extraña forma de discriminación. Pero la cosa no quedó allí. Sectores radicales del estudiantado iquitense, esos alumnos que todo lo cuestionan y que buscan cambios extremados en los programas educativos, determinaron ir sin zapatos a las clases. Los descalzos aumentaron con el correr de los días y las semanas. Los mismos docentes reacios a arrojar al agua sus zapatos se sumaron a última hora a la campaña cuando el director educativo apareció patacala en un gallardo desfile militar. En pocos meses la ciudad se convirtió en una urbe distinta, en una metropóli dezapatada.

En el local de la antigua zapatería apareció luego una sala de juegos de azar. Allí acuden ahora las personas descalzas a divertirse. A ganar algunos soles o a fumar y chupar gratis. O para alejarse del ambiente bélico que se vive ahora. Las grandes empresas productoras de cueros, pasadores y tacos, proclamaron hace días la invasión militar de Iquitos. En las bases militares que rodean a la urbe hay vigilantes voluntarios que no solo están descalzos sino que ya no usan ni camisas ni pantalones.