La creciente:

Escribe: Percy Vílchez Vela

En el diario que escribió sobre los 18 años que pasó en la floresta del Perú, el jesuita Manuel Uriarte consignó la admirable manera cómo los indígenas manejaban el medio circundante. Siglos de permanencia entre el bosque y las aguas les habían convertido en seres aptos para sortear cualquier peligro y para aprovechar las ventajas que les ofrecía ese territorio. Las tragedias no ocurrían con frecuencia y la vida era posible sin traumas. Ese dominio del entorno pasó de generación en generación y está ahora con los descendientes. Lamentablemente esa sabiduría ancestral no llega a los que habitan las ciudades. La manera como cada año la creciente se convierte en una pesadilla que cuesta millones de soles es una prueba irrefutable de lo que decimos.

En el Diario de un misionero de Maynas, don Manuel Uriarte escribió con admiración sobre la manera como los Iquitos, por ejemplo, aprovechaban la creciente para usar sus canoas cortando camino, abriendo otras rutas y desplazándose más rápido. Esos oriundos no eran víctimas de las aguas alzadas y se movían con habilidad en todo ese tiempo en que no se veía tierra por ninguna parte. Ello les permitía mantenerse en buenas condiciones en esos días. No existía entonces ningún plan contingente de nadie y no requerían de ayuda de algún Estado que por entonces no existía. Nadie ha estudiado la manera como ellos y ellas soportaban ese dictado de la naturaleza. Y como consecuencia de ello nadie intenta imitarlos para evitar la pesadilla de la creciente, lo cual revela un desconocimiento impresionante de nosotros mismos.

Desde la incómoda postura que encontró para soportar una creciente grande, otro jesuita, el padre Samuel Frtiz vio como unos indios remotos, que se distinguían por tener las cabezas rapadas, hacían labores de comercio sin preocuparse por las aguas. Es decir en plena inundación navegaban comprando y vendiendo con la modalidad del trueque. La creciente para ellos no era paralizante ni una catástrofe que tenía sus víctimas. Era una estación de paso que no les obligaba a guarecerse o a buscar otras actividades. Desafiando las aguas, seguían en lo mismo. Esos nativos eran los Manaus y algunos linajes nuestros también seguían con sus labores de comercio durante la inundación.

Antes de Uriarte y de Frtiz, un cronista reveló mediante la escritura lo que hacían los antiguos amazónicos para capear la creciente. En las tierras altas, donde las aguas nunca llegaban, hacían enormes estanque o criaderos de quelonios y de peces. Esa crianza era una garantía para evitar la hambruna y para tener siempre recursos a la mano. Ninguna creciente acaba con toda la tierra ya que siempre deja zonas elevadas, zonas altas, donde se puede continuar haciendo lo de siempre: sembrar y cosechar. Para los Omaguas la creciente era entonces un desafío de la naturaleza y era menester poner a prueba la capacidad de defensa o de aprovechamiento de los recursos.

Todo lo anterior viene ahora a cuento debido a la manera cómo la creciente se ha convertido en una verdadera pesadilla. Una pesadilla que está allí, presente todos los años con lo mismo. Anualmente se botan al agua millones de soles haciendo puentes frágiles, endebles, que después no sirven para nada. Anualmente se asiste al espectáculo de la falta de clases escolares en el medio rural, de damnificados por todas partes, de accidentes e incidentes que trae consigo la inundación. Es el mismo fenómeno siempre y nadie quiere ver que los antiguos no eran víctimas de ninguna creciente. Consiguieron controlarle y dominarle. No eran víctimas.

Y cuando había una creciente demasiado no se hacían problemas y toda la aldea se marchaba del lugar. Hace poco, por ejemplo, un alcalde de origen Shipibo, ante una inundación invasora, decidió levantar con todo el pueblo y partir por río buscando una zona alta. Una vez que encontró ese lugar, que existe en cualquier parte, dejó para siempre el mal de la creciente, mientras que en toda la región la cosa sigue siendo una verdadera hecatombe. La pesadilla de la creciente es más que un fenómeno natural, más que una tragedia colectiva.

Es la evidencia de una derrota. De esa incapacidad de mirarnos a nosotros mismos, de conocernos mejor, de saber de lo que somos capaces. Es la negación permanente del propio mérito y del acierto ajeno. Es una pesadilla por eso. Porque nadie parece entender que tenemos antepasados que supieron andar con buen pie y sortear los desmanes de la naturaleza.