El dramático informe sobre los destrozos del cambio climático, hecho en varios años por 309 autores de 70 países, 400 expertos en varios saberes y ciencias y 1729 revisores y consultores, fue presentado tardíamente en la ciudad de Yokohama. Todavía las autoridades de los países estaban reuniéndose, en bien publicitadas citas, para proponer, discutir, polemizar, sobre las estrategias de emergencia contra los sismos, los incendios, las crecientes, las hambrunas, los asaltos esquineros, los nacimientos prematuros, los variados tráficos, cuando la vieja y resentida tierra no pudo más con tanta barbarie y estalló en un trillón de pedazos. El cuento terrenal se acabó cuando finalizaba el mes de abril del 2014.

El vasto e intrincado cosmos quedó entonces con un pequeño vació, un leve forado, un discreto páramo, que pronto fue llenado por algas aéreas. Nada interesante ocurrió después. La memoria universal pronto sintió alivio ante la desaparición de esa carga pesada y los guardianes espirituales de las generaciones pronto se olvidaron de ese planeta caduco que en realidad no servía para nada, salvo para jorobar la paciencia de la madre naturaleza. Años pasaron y el asunto terrícola era un hecho clausurado, cuando ocurrió algo que alteró el orden de la creación que marchaba sobre ruedas. Era la súbita aparición de unos viajeros que venían de marte.

Eran unos turistas afortunados que habían logrado enlazar la tierra con el planeta rojo, hecho que revolucionó el rubro turístico, que volvían devorando parrilladas, chupando licores finos y costosos y cantando a voz en cuello esa melodía que decía que todos volvían al lugar donde nacieron. Entre aplausos, bailes y gritos, soñaban con arribar a casa. Pero la nave no tuvo donde aterrizar, puesto que no quedaba ni siquiera un aeropuerto clandestino. Las algas aéreas, además, eran invisibles. Fue así como los turistas marcianos tuvieron que ir y venir eternamente. Errantes, perdidos, no tuvieron ni siquiera el consuelo de seguir cantando la canción nostálgica de César Miró.