En la solitaria balsa, ubicada cerca de la fronteriza ciudad de Islandia, el buenazo, para nada, se dispuso a suicidarse. Era una mañana de sol y lluvia, de calor y frío, y él había elegido amarrarse varias piedras alrededor del cuello para no salir nunca más del fondo de  las aguas. No podía seguir viviendo, pues ya no le quedaba nada que rifar. Lejos estaban los días de las elecciones del 2013, justa donde no participó pues antes había descubierto el lucrativo negocio de la rifa. Todo ocurrió después de rifar ese motocarro, para obtener fondos para su campaña,  que ganó una modesta señora. La  ganancia era abrumadora a la hora del conteo del billete.

El Gran Bazar de las Rifas apareció de improviso en la esquina de Napo con el malecón o boulevard. Era la importante inversión que realizó en ese entonces. Allí se vendían boletos que rifaban una serie de aparatos, cosas, artículos, hasta casas que se iban a construir en su gestión, pues era sabido que el aludido edificada viviendas, sobre todo para sí mismo. El flamante negocio iba viento  en popa y motor y se anunciaba la rifa de extensiones de bosque, de pedazos del río. Pero la demanda se desbordó superando a la oferta y el buenazo, para nada, no tuvo más remedio que rifar sus propiedades, pertenencias y bienes.

Confiado en su buena suerte, esa estrella que le sacó de abajo cuando alcanzó esa alcaldía providencial, el citado  esperó que sus ingresos siguieran  incrementándose. Pero algo volvió a pasar y la plata no había a la hora del conteo diario del dinero. No se pudo nunca precisar el motivo de la pérdida acelerada. La cosa no cambió ni cuando el buenazo, para nada, se vio obligado a rifar el modesto hogar que levantó en la calle Atlántida. Luego siguieron otras rifas, hasta que se declaró en quiebra. Lo grave del hecho fue que la gente no quería entender que el buenazo, para nada, no tenía nada que rifar y hacían ruidosas y exigentes marchas, quemaban llantas, atravesaban palos en las calles y pintaban las paredes con amenazas.

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