[Peregrinaje a la Quinta de Simón Bolívar].

Hemos recorrido de prisa la Quinta de Simón Bolívar que es encerrado por un muro de mediana altura. La ciudad de Bogotá está cerca y parece indiferente al destino final del hombre impresionante que le habitó alguna vez. El tiempo ha pasado sobre esa morada y las luces prendidas, las cosas acomodadas en sus lugares, los utensilios habituales en orden, la presencia de uniformados de ambos sexos que, silenciosos o inmóviles, vigilan a los que entran y la misma presencia de visitante que optan por tomarse fotos, nos hacen pensar por un momento que todo está bien y que el dueño arribará en el instante menos pensado. Pero ello es falso. Nadie vendrá a habitar esa casa que muestra una ausencia, una melancolía dominante, que nos dice que ciertos bienes de la tierra y de la vida no bastan para fecundar la dicha. Porque la muerte es la peor desgracia humana. Lo único que queda es el ejercicio de la memoria como un consuelo.

El que consiguió esta morada como predio o solar de su propiedad en 1670, el bachiller Pedro Solís y Valenzuela, acaso buscó la dicha, probablemente fue feliz algunos momentos de su existencia olvidada. No podemos asegurar nada. Tampoco podemos decir nada sobre don José Antonio Portocarrero, contador principal de la Renta del Tabaco de Santa Fe, que en 1800 compró el terreno al capellán de Monserrate y distinguido canónico, don José Torres Patiño. Ansioso de agasajar al virrey Antonio Amar y Borbón en el importante cumpleaños de su esposa, la distinguida virreyna, la señora Francisca Villanova, construyó el citado Portocarrero una casa de campo, una morada rural, que por entonces se ubicaba lejos de la ciudad de aquel tiempo. El impulso de homenajear, conceder un presente inolvidable, hacer felices a los esposos, fue importante en el verdadero nacimiento de este lugar. El anhelo de la dicha estaba ya por allí. ¿Pero, en serio y sin engaños, podía un gobernante colonial frecuentar la felicidad? ¿La pompa de los virreyes de cualquier parte no era más bien un equívoco, una manifestación del vacío de esas existencias aparentemente encumbrabas?

Después de 1810 cuando falleció el señor Portocarrero, sus herederos frecuentaron el ingrato terreno de la lejanía y de la ausencia. Eran errantes parias y no pudieron disfrutar de esa construcción antigua, del legado que les correspondía por derecho de herencia, pues andaban desterrados debido a que eran partidarios convictos y confesos de la corona castellana. La desdicha arribó por primera vez a esa morada, a la sede que fue por algún tiempo del caudillo que iba a morir de mala manera en la hacienda San Pedro Alejandrino. Una casa es una historia de todas maneras, de grandezas y miserias, de esplendores y cenizas, de luces y sombras. La quinta sufrió lo suyo y entró en los ingratos terrenos del descuido y del abandono hacia 1819. Iba a desaparecer pero uno de los gobiernos colombianos, luego de las gestas de la llamada independencia del poder español, compró la casa o quinta o villa para agasajar, premiar, hacer dichoso, al hombre clarividente que anunció que nunca íbamos a conquistar la felicidad.

El Libertador no vivió mucho tiempo en esa morada que fue suya, en verdad. Habitó allí en 1821, en 1826 y 1827. No todos los días de esos años, sino algo así como 423 días con sus noches y, también, con Manuela Sáenz, la vital y corajuda quiteña que iba a morir en la desgracia. Antes de emprender su viaje sin retorno por el río Madgalena, Simón Bolívar regaló la mora que le habían obsequiado a su ya citado amigo José Ignacio París. Es decir, se desprendió de ese bien así nomás, como quien no tiene apego por las cosas materiales. El amigo no tuvo mucho empeño en cuidar o conservar ese lugar, y permitió que se pervirtiera convirtiéndose en lugar de varias cosas contraproducentes. En sitio de reuniones de militantes y partidarios de los conservadores, en colegio de señoritas, en casa de salud, en fábrica de bebidas y en estación de curtiembres. Era el colmo que una casa de esa dimensión y de esa magnitud acabara como cualquier morada.

La morada del caudillo que no fue feliz, que fue derrotado, hasta por él mismo,   entonces perdió su natural brillo e importancia, descendió en caída libre a simple inmueble cercano a la subasta, a casona designada para cualquier negocio. Ese fue el peor momento del lugar donde vivió Simón Bolívar. Era la perversión ya que nada tenía en aquel tiempo de lugar de peregrinación, de sitio donde se podían encontrar rastros y registros de una vida excepcional que tanto tuvo que ver con el nacimiento de una nueva época, época que todavía estamos viviendo, lejos de la dicha. La desdicha de la quinta, afortunadamente, se interrumpió hacia 1922, cuando otro de los gobiernos colombianos se vio precisado a comprar la morada para proceder a gastar en su restauración y mantenimiento para luego convertirle en museo bolivariano.

Andando y desandando por el laberinto de la memoria de El Libertador no dejó acosarnos su feroz frase que es como una maldición o una condena. No somos dichosos hasta ahora. Pero no por un designio de los dioses de las tinieblas, del azar que nos declaró la funesta guerra. Somos desdichados por nosotros mismos. La pequeña y acaso superficial biografía de esa morada del héroe que hemos podido extraer para entender mejor el destino de los legados mejores, de las herencias elevadas, de las riquezas que deberían importarnos por sobre todas las cosas, podría revelarnos una de las mayores tradiciones torcidas que contribuyen a la desgracia o desdicha continental. No acertamos el tiro al primer disparo. No damos valor a lo que tiene valor de verdad. Muy tarde comprendemos nuestros errores. Y, a veces, podemos enmendarnos.