ESCRIBE: Juan Manuel Robles

 

Gareca sacó al Perú de los mundiales —aunque el papanatas de Acasuzo hizo lo suyo— iniciando así una maldición que ha durado más de 30 años. Y cuando digo maldición —me persigno al hacerlo— no lo digo en sentido figurado: estoy hablando de algo terrible, cósmico: solo así se entiende que un país con futbolistas tan iluminados, maestritos de la quimba, jugadores fantásticos, haya quedado en la cola de Sudamérica.

Nota del Director: Era abril y no sólo matemáticamente estábamos eliminados sino sentimental y emocionalmente. Pero este artículo nos devolvió la esperanza. Por eso, como homenaje a los jugadores y al periodismo bien apasionado e histórico que este artículo representa, compartimos esta nota de uno de los mejores cronistas del Perú que, también, merece ir al mundial.

Yo tengo fe. Mucha fe. Me mueve la fe y yo muevo montañas con ella. Soy grande porque creo —y creo porque soy grande—. Soy un hincha de la selección y sé reconocer los momentos de gloria cuando se aproximan. Ahora está llegando uno de esos momentos. ¡Qué feliz estar vivo para verlo! Celebro jubiloso y vuelvo a creer (y me desprecio en lo más profundo por haber dudado). Celebro a mi selección, que remonta un marcador adverso y le gana a Uruguay. Somos grandes. Somos una raza distinta. Falta poco. El camino es duro, ¿pero quién dijo que es imposible?

Lo primero es ganarle a Bolivia en Lima. Eso es papaya. ¿O no? Somos superiores y aún sin Paolo Guerrero podemos hacer baile y golear. El Chumacero ese ni siquiera se asomará al área peruana. En la misma fecha, Paraguay, ese equipo simplón, caerá en su visita a Chile, y Ecuador perderá contra Brasil —el mejor Brasil de las últimas eliminatorias, una máquina de demolición que no perdona en casa—, con lo que pasaremos al sexto lugar. Uruguay, con ayuda de todos los peruanos en Montevideo —que son un montón—, vencerá a Argentina, que seguirá quinta pero tan solo un punto por encima de nosotros.

Luego nos toca visitar a Ecuador. Eso no es problema: los ecuatorianos estarán bajoneados por su derrota frente a Brasil y para este partido volverá Paolo Guerrero, el goleador histórico del fútbol peruano, el delantero depredador, el hombre que aparece en cualquier el equipo ideal sudamericano que se respete. Derrotaremos a los “monos” en un partido lleno gloria y con esa victoria mantendremos la ventaja: 24 puntos nosotros; 23 ellos. A Argentina le toca Venezuela así que —seamos realistas— también mantendrá su ventaja sobre Perú. Seguiremos sextos a dos fechas del final, pero respirándole en la nuca a los gauchos.

Lo cual no podría ser más oportuno. Porque justo la fecha siguiente, la penúltima, nos tocará jugar en Buenos Aires. Ese partido resolverá en la tabla las posiciones de Perú y Argentina. Será matar o morir. Solo uno de los dos quedará.

Sí, para pasar el quinto puesto estaremos obligados a ganarle a los argentinos en su casa. ¿Y qué con eso? Somos un equipo grande, que va de menos a más, que crece, que se sobrepone a lo más duro. ¿Qué tiene de “imposible” ganarle a la selección argentina en su estadio? Quienes bajan los brazos de antemano, peruanos sin espíritu repletos de mala leche y negatividad, pierden de vista el enorme peso simbólico de la historia, sus repeticiones, sus ciclos, sus juegos de espejo. No son capaces de ver lo que está pasando. Yo sí lo veo, yo soy un hincha peruano, tengo grabadas todas esas imágenes (los días, los años). Y no olvido que el domingo 30 de junio de 1985 Perú estaba ganando 2 a 1 en el Monumental de River. Con ese resultado, tenía su pasaje al mundial de México 86. Después de un pase feísimo de Passarella, un joven delantero albiceleste metió el gol de empate que clasificó a Argentina y nos arruinó la fiesta. Ese delantero se llamaba Ricardo Gareca.

Gareca sacó al Perú de los mundiales —aunque el papanatas de Acasuzo hizo lo suyo— iniciando así una maldición que ha durado más de 30 años. Y cuando digo maldición —me persigno al hacerlo— no lo digo en sentido figurado: estoy hablando de algo terrible, cósmico: solo así se entiende que un país con futbolistas tan iluminados, maestritos de la quimba, jugadores fantásticos, haya quedado en la cola de Sudamérica. Fue un conjuro, sí. Un conjuro largo que ni siquiera la fe, las oraciones ni el esforzado aporte de los chamanes norteños han podido quebrar. Pero los astros han vuelto a alinearse: cuando la selección peruana pise Argentina quedará claro algo que sospeché el mismísimo día en que llegó Gareca: él, que empezó el maleficio, es el único que puede quebrarlo. Perú, envalentonado por sus buenos resultados, volverá al sitio donde la pesadilla empezó: enmendará el curso de la historia y con ello restablecerá el equilibrio continental (tal vez, esa noche caerá una tormenta). Ya antes, hace mucho, Buenos Aires fue la sede que vio cómo el fútbol peruano nacía para el mundo: el 31 de agosto de 1969, Perú sacó a Argentina del mundial, con Challe, Sotil, Cubillas, Chumpitaz. Así empezó su leyenda.

El partido —está escrito— será un triunfo peruano, a pesar del juego cochinísimo de los gauchos. Tratarán de cortarnos pero la historia hablará: cada túnel de Cueva será como el túnel del tiempo.

Volverá la selección triunfadora al Jorge Chávez y habrá más gente de la que nunca estuvo junta, un mar humano rojo y blanco que asombrará incluso a los pilotos en el cielo. Llegará Guerrero y llegará Carrillo, llegará Galese y sus manos generosas. Las noticias dirán: Perú está en el quinto puesto; Argentina reza que Colombia nos gane.

Pero no nos ganarán. El partido contra Colombia en Lima, la última fecha, será un trámite. Recobradas todas nuestras fuerzas —las fuerzas de la historia, digo— Perú hará lo que sabe: bailar. ¿Qué nos pueden hacer esos colombianos engreídos? Ja. Esos nuevos ricos de fútbol ya se olvidaron que fuimos nosotros los que les enseñamos a jugar pelota (porque con ballenatos no se aprende la poesía de Cueto). Además, Colombia ya estará clasificada: ¿para qué esforzarse? ¿para darle una mano a Argentina? Ganaremos. Y tomaremos el estadio nacional después de verlos caer.

El repechaje será pan comido y estaremos en Rusia. No necesito una calculadora para pensar todo esto: las cifras aparecen con claridad, de tanto repetírmelas. Y el fíxture me lo sé de memoria desde hace dos años. Gracias, muchachos. Ya puedo sentir la emoción, la historia, la magia.

(Hildebrandt en sus trece # 341)