Escribe: Percy Vílchez Vela

Desde que el religioso Gaspar de Carvajal describiera a la mujer amazónica por primera vez, las cosas no han cambiado. La imagen distorsionada ha ganado y para muchos es imposible referirse a ese ser lejos de la cuestión sexual. A lo largo y ancho de la historia ha habido mujeres de fuste, mujeres legendarias,  que dan otra dimensión al rol de la mujer selvática. Ana Rosa es una de ellas.  Gracias a sus dones y dotes se convirtió en una evangelizadora innovadora,  en una novísima religiosa que ayudó bastante en la tareas de la conversión castellana. Ella es un aporte a una larga y tenaz jornada y hace que la mujer de estos lares no solo sea la mujer de su hombre, la madre de los hijos, la señora de la casa, sino un ser dedicada a otros menesteres. Unos menesteres que lo ubican en el terreno de una historia que todavía  es desconocida.  

 

 

En un apartado rincón de la aldea de Sarayacu, el viajero francés Oliver Ordinaire encontró una tumba impresionante. Era un promontorio de tierra, cubierto de maleza. Una cruz de madera presidía a la que descansaba eternamente.  Era el último vestigio de una mujer amazónica singular. La dama había muerto lejos de su aldea madre, lejos de su tierra oriunda. Era su nombre Ana Rosa. En vida perteneció al linaje shetebo y el cronista galo no consigna de qué murió esa criatura que en su  momento jugó un papel muy importante en la real historia de la Amazonía del Perú.

En los ajetreos de las labores conversoras de los padres franciscanos apareció entonces una niña indígena con un destino elevado. Era de origen Shetebo y desde temprano destacó por una inusitada religiosidad que ponía de manifiesto en cuanta oportunidad hubiera. Los religiosos no la perdieron de vista y decidieron enviarla a Lima a realizar el aprendizaje de las verdades cristianas en uno de sus conventos. Era una manera de conseguir personas vinculadas a las aldeas originales para que después sirvieran en las tareas evangelizadoras. La niña no desmereció la ocasión y siguió demostrando su talento y su valía ante los sorprendidos instructores. Esa criatura, con sus dotes de misticismo, su entrega a la causa evangélica, su devoción por el Señor y la Virgen, el Mesías y los santos, iba a ser de gran utilidad en la campaña por convertir a los indomables Shetebos, del río Ucayali.

La inolvidable muchacha indígena recibió el nombre de Ana Rosa, y cuando regresó  a su aldea natal, después de recibir las enseñanzas franciscanas, se convirtió en una verdadera ayuda para dichos religiosos. Estos solían llevarla a participar en las tareas de conversión. Participar activamente. Una de sus labores más importantes fue su desempeño como intérprete de los castellanos. Un ejemplo de su capacidad de persuasión ocurrió a fines del mes de mayo de 1760, cuando los misioneros José Miguel Salcedo y Francisco de San José, con 70 ayudantes indios y 7 soldados, salieron a la conquista de la aldea de Yapaatí, Ana Rosa iba con ellos. No encontraron inicialmente a nadie y todo parecía abandonado. Pero más tarde los castellanos descubrieron a varios indígenas. Ellos al ver a los intrusos corrieron como alma que lleva el demonio. Pero entonces aparecieron dos hombres y una mujer, y fue Ana Rosa la que les dio la bienvenida. Ella empleó su capacidad de convencimiento para hacer que aceptaran conversar con los religiosos.

La entrada permitió más tarde el  encuentro fatal con el curaca de los Shetebo, nombrado Runcato.  Este no creía en la soltería eterna, en la renuncia definitiva al consumo de la carne y  declaró a Ana Rosa su encendido amor. Pero no sólo era el amor el interés de Runcato por la evangelizadora oriunda, sino la urgencia de retirarla de predicar con los castellanos, considerando el permanente conflicto con los misioneros. El amor también podía ser un arma. La muchacha soportó el asedio del curaca y no tardó en darle un rotundo y definitivo no.  El ardoroso Runcato no se hundió en un mar de llanto, ni pensó en arrebatarse la vida,  sino que frecuentó las sendas de la revuelta. No una revuelta personal. Confederó a Shetebo, Shipibo, Cunibo, Arachane y Aguaytía, en un despechado esfuerzo por otorgarle  contundencia al levantamiento.  En la fase más importante de la rebelión, los insurrectos lograron copar todo el Alto Ucayali.   El saldo de dicha rebelión fue la muerte de 7 franciscanos, 10 hermanos de la misma orden. También falleció el gobernador Antonio Thomati, además de incontables soldados e indígenas que habían sufrido la evangelización. El rechazado pretendiente, Runcato, no fue derrotado ni atrapado. En un momento desapareció sin dejar rastro y sin llevar consigo a la muchacha de sus martirios. Durante años la presencia de ella se vuelve oscura. No se registran por ningún lado sus labores en ese tiempo colonial. Hasta que muchos años después de la sublevación vuelve a aparecer en la historia de los franciscanos.

           Cuando en el año de 1792 el padre Narciso Girbal,  junto con Buenaventura Marquéz,  realizó  un extenso viaje por los meandros acuáticos de los verdores para verificar el estado de las conversiones y ver su posible reedificación, se encontraron con la presencia  de Ana Rosa. Ella residía en Sarayacu.  En medio de la bulliciosa bienvenida a los visitantes, de los efusivos saludos, Ana Rosa apareció con un inusitado poder de mando y de dominio sobre todo el pueblo.  Dominio que estaba por encima del mismo curaca. Ante una señal de ella, todos los moradores y moradoras de dicho lugar se sentaron en tierra, convidaron chicha a los religiosos y escucharon el informe que Ana Rosa daba a los misioneros. En su discurso ella habló de que no habían podido construir ninguna iglesia debido a que habían sufrido un contagio general de cursos de sangre que causó mortandad en el pueblo. Los religiosos se alojaron en la casa de Ana Rosa.

           Después la evangelizadora indígena dispuso una acelerada serie de trabajos comunales para una mejor disposición de la aldea. Todos a una acabaron de construir entonces  el convento, limpiaron la plaza. Luego trajeron yucas, plátanos, maíz y maní para los recién llegados,  pese a la escasez que dejó la peste. La labor religiosa de Ana Rosa pronto se puso de manifiesto. Para los franciscanos quedó entonces claro que ella era la que mandaba no sólo en las cuestiones eminentemente religiosas, sino también en la marcha cotidiana de Sarayacu. Al parecer, ese poder se hizo extensivo a la misma familia de Ana Rosa. Era entonces un poder dentro del poder general de los religiosos. El prestigio evangelizador de Ana Rosa no descansa únicamente en los libros que hablan de la labor misionera de los franciscanos. Ha migrado al arte de la novela. De acuerdo a la versión del fallecido doctor Luis Hernán Ramírez, Conrado Juániz, un escritor de tendencia religiosa, escribió en 1961 el relato  “Ana Rosa”, como un homenaje a la Sheteba.

En su anonimato, en su silencio, Ana Rosa cumplió un  papel de bisagra entre las tendencias religiosas que andaban en conflicto desde hacia tiempo. En su prédica demostró que se podía unir ambas vertientes. Es posible, además, que  ella anuncie o represente a una legión de mujeres que después se volcó a encarnar la cristiandad desde una posición marginal, desde la verdad de la aldea humilde,  En el caso de Ana Rosa la evangelización se invirtió. No fue ya obra de los forasteros, sino arte de una oriunda. Así ella representa a esas mujeres que surgen de la leyenda de la creencia popular que es una alianza entre lo cristiano y lo indígena. Nos referimos a mujeres como la Virgen de Tapira que en la década del 40 del siglo XX causó conmoción  en la ciudad de Iquitos. O el caso de la Huitota Genoveva Bardales Vela que, por mandato del mismo Dios que le anunció la revelación en sueños, construyó en Pucallpa el Oratorio del Monte de los Olivos. (Tomado del libro “Los dueños de astros ajenos”)