Por: Gerald  Rodríguez. N

Descubrí aquella elegancia milenaria de la poesía de Blanca Varela cuando estudiaba literatura en la universidad, y ha pasado mucho tiempo, y no me he desmamé de ella. La quiero tan igual como el primer día que me adentré en aquella guerra secreta que es su poesía para no razonar ni entender la poesía moderna de la mujer peruana, sino para quedarme quieto, contemplativo de un arte que no tiene sexo ni voz, en su primer momento, para gozar luego de su evolución natural de poeta madre, mujer, peruana, existencial, hasta más allá de los huesos, el polvo, la cenizas y el barro que hacen del Perú un país lleno de secretos, conflictos con su presente.

Y lo que en principio fue asombro con Ese puerto existe (1949-1959), la poesía de Blanca comparte un destino y un espacio con su época, poesía de levantamiento tarde, explora un adelanto despojado por su radicalismo en busca de la elegancia ética y poética. Varela talla los huesos con cada verso, su itinerario es una transgresión con el pacto de la palabra comprometida, en carrera contra la sombra hacia el descenso de un ritmo consumado. La poesía de este libro es un constante ejercicio de encarnación buscando ser materia originaria, capaz de atravesar los sueños de todos los tiempos. La comunicación con las leyes de las palabras genera una turbulencia que antes no se procreaba en la poesía latinoamericana hasta después de Vallejo o Neruda. Varela genera ese sobresalto y esa reconciliación con el espíritu, siendo sus versos ese transportador, ese destino final que no es la muerte sino el encuentro con la flor que velará el sueño. En Luz de día (1960-1963), la poetisa nos lleva por ese callejón donde la desesperación, la duda, la muerte, el caos, son elementos propios para existir, son elementos descifrables para el alma, es un empuje a ese enfrentamiento del temple de la médula y la sensibilidad, para después descansar en la imprecisión del ser y de la vida.

En Valses y otras falsas confesiones (1964-1971) abandona la versificación corta de palabras para expandir sus versos por el cosmos urbano, interno, callejero y salvador de falsas confesiones, propio de la época moderna, su excavación ética sigue siendo fiel, con un rigor que a su vez no desciende de su montaña estética, se niega a experimentar nuevas expresiones formales, permaneciendo en su propósito personal de hacer de la poesía una experiencia comunicativa, de interior a interior, manteniendo el poder estético con el mínimo esfuerzo estilístico. Varela representa en la confesión lo falso, el escondite del confesador, canto brusco y desleal, como manifestación de una mínima rendición, naturaleza metafísica del discurso humano.

Blanca Varela, en el resto de su libros como Canto Villano (1972-1978), como en los anteriores, responde, no a un código establecido, sino al código secreto de su propia conciencia, fuera de todo tema o de toda forma, Varela asciende hacia los estético y lo místico, reduciendo el paisaje de la realidad casi a la abstracción, siendo la esencia del símbolo y la sensibilidad, componentes que se representan en la desesperación, en lo absurdo o en  el desorden de la condición humana.