El señor gobernador de Loreto decidió de pronto ser generoso y acudir en ayuda de los que realmente necesitan de una mano tendida. Bajo el amparo de sus chalecos sectarios, de sus periodistas arrastrados, de sus secretarios de prenda vendida para siempre, abrió la frontera de Iquitos para que los venezolanos pudieran hacer sus compras. Nada ni nadie le garantizaba un final feliz de esa aventura, pero Fernando Meléndez insistió en que no se podía vivir sin ayudar a esos hermanos que vivían en una terrible crisis.

Los venezolanos vinotinteros anduvieron por Iquitos comprando algunas cosas para su sustento o para acumular luego en sus despensas hogareñas, pero lo que más querían era agua. No cualquier agua caída del palto o salida de la lluvia, sino esa agua especial que era como la esencia de los ríos, quebradas, lagunas, charcos, caños que rodeaban a la dicha ciudad. Provistos de ollas, botellas, pailas, damajuanas, bidones y demás instrumentos de acopio de agua, los visitantes se zamparon toda el agua potable que quedaba por entonces y que no era gran cosa.

En realidad, Iquitos vivía una sequía permanente con respecto a la calidad y cantidad de su agua tratada o potable. Y los venezolanos, en pocas horas, se apoderaron de toda esa agua que caía por horas, que aparecía y desaparecía. Allí se armó una guerra, pues los venezolanos también se llevaron los grifos y los tubos y hasta querían un alcantarillado como el que no servía para nada.  Pero tuvieron que irse y a partir de ese momento no hubo agua en la ciudad. No hay agua hasta ahora y mientras se ventila el juicio internacional con los que estuvieron por estos lares, el gobernador de Loreto para atender la demanda interna, compra agua al Brasil.