La ciudad victoriana

El novelista Charles Dickens, con su barba de predicador y sus hazañas amorosas fuera de casa,  parece que escribió algo de su obra pensando en Iquitos. Después de volver a leerle,  uno imagina que el escritor inglés  y victoriano,  -palabra que nada tiene que ver con el derrotado equipo grone, sino con una sociedad brutal gobernada por la reina Victoria-,  se anticipó en el retrato de una urbe bastante primitiva, pese a sus lemas bobos, a sus canciones superficiales y a sus políticos de marras. Citaremos solo tres casos  pavorosos de esa narrativa letal contra la hipocresía flotando en el ambiente.

Primero, la abundancia de recogedores o recicladores de la basura de cada día, Nadie dice nada a favor de esos seres desheredados que aumentan sin contención ni piedad. Segundo, la esclavitud de los niños que trabajan para llevar algo a casa. Nadie, otra vez, toma las medidas para evitar esa barbarie. Tercero, la abundancia de pordioseros que van por la vida en la urbe como una marca registrada de nacimiento.  Nadie dice nada, además, a favor de esa falange que es ya una legión. Pero Dickens no conoció la ciudad de hoy. Casi con seguridad, escribiría una vasta novela con la basura como personaje central.

La basura podría ser el mayor producto bruto interno que ronda a todas y todas donde quiera que vaya, mientras las empresas contratadas y pagadas no pueden recoger ni la décima parte. ¿Qué desgracia rotunda nos hace vivir en medio de tantos desperdicios como si nada? Después, si es que le da el tiempo y le permite la inspiración, Dickens escribiría voluminosas obras sobre los dos servicios de la calamidad universal: el agua y la luz. Escribiría varias novelas porque nunca podría comprender cómo en medio de tantos mares de ríos, de infinitas lluvias,  el agua escasea. Es posible que perdería la cordura al comprobar que en un lugar solar, luminoso, cálido, calenturiento, la luz eléctrica es una porquería. Es decir, otro tipo de basura.