Los candidatos en pleno, luego de la salida de las elecciones generales del 2016 de César Acuña y Julio Guzmán, se reunieron en un conocido hotel y, en medio de un ambiente cordial, acordaron repartirse equitativamente los votos que ambos expulsados tenían hasta ese momento. El acuerdo firmado por todos era que esos votos no se podían perder ni dispersar en una votación sin destino y acordaron que a cada uno le correspondía una determinada cantidad de esos votos. Para ser justos la repartición se iba a basar en el lugar que cada uno ocupaba en las encuestas. El problema se presentó cuando Alan García presentó una encuesta que le daba el segundo lugar. Allí apareció la controversia, el caos y la civilizada cita terminó a capazos. De esa manera los votos de Acuña y Guzmán quedaron flotando en el ambiente.

Porque los candidatos, pese a todos sus esfuerzos, los candidatos no lograron reunirse en ninguna parte. Cada uno de ellos escogía un lugar pero era el primero en no acudir a la cita. Los votos de los dos candidatos sacados de carrera eran demasiado importantes para aumentar los votos de cada candidato y se desató la guerra encarnizada para apoderarse de esos votos. Los candidatos ofrecieron el oro y el moro para que los partidarios de Acuña y Guzmán votaran por ellos. Era como una loca carrera en la que competían todos los candidatos. Inclusive, uno de ellos llegó a ofrecerles  los mejores puestos de la administración pública si es que conquistaba el gobierno.

El día de la votación fue una rotunda sorpresa. Los votos de Acuña y de Guzmán no se fueron para nadie y se quedaron flotando en la nada, esperando que alguna vez  los expulsados de la contienda electoral vuelvan a postular en algún momento.