Por: Moisés Panduro Coral

 

Que la China sea el mayor emisor de dióxido de carbono parece sorprender a algunos. Diez años hace desde que los herederos de Mao, los dazibaos y la cuatrinca, desbancaron a los norteamericanos del nada prestigiado lugar de mayor contaminador de la atmósfera del planeta. Producen actualmente más de 8 mil millones de toneladas de dióxido de carbono, como resultado del uso intensivo de carbón mineral con el que abastece sus miles de fábricas y produce la energía eléctrica que demandan gran parte de sus 1,500 millones de habitantes.

Sin embargo, no es justo que sólo cuestionemos a China por su volumen de emisiones, ya que debe recordarse que este país vienen reduciéndolas sostenidamente (en 2013 sus emisiones alcanzaron los 11 mil millones de TM), y que lidera, además, la investigación tecnológica de control de contaminantes industriales. Una de las últimas aplicaciones exitosas es el uso de 23 toneladas de una bacteria que literalmente come petróleo para limpiar un derrame en un puerto petrolero. Sorprende también el uso de una especie de algas que crecen en el interior de las tuberías y que se alimentan del dióxido de carbono que pasa por ellas, transformándose en un alimento vegetal que con el tiempo satisfacerá los gustos y los apetitos de cientos de miles de estómagos orientales.

De su poderío tecnológico hay muchas referencias, pero nos basta citar su ambicioso plan de conquista del espacio que China ha ido implementando en estos últimos años, tales como: la investigación científica en la Luna, la construcción y colocación de estaciones y laboratorios  espaciales, el lanzamiento de naves de pasajeros y de carga, y la realización de un alunizaje tripulado en el largo plazo.  ¿Qué es lo que impulsó a este milenario país de emperadores, del acero y de la tela de seda al desarrollo tecnológico y a la exploración en el espacio exterior? La respuesta es que para llegar a ser un país de primer nivel es necesario desencadenar antes el progreso económico.

Es la necesidad de mover la variable económica la que exige que una nación se articule, incremente su capacidad productiva, promueva su creatividad, potencie su capital humano.  En unos años más, el mundo será testigo de la puesta en funcionamiento de cinco megalómanos proyectos chinos que dejarán la Gran Muralla China como si fuera una verja de jardín. Entre ellos, un nuevo aeropuerto internacional en Daxing que se suma al de Pekín (en este momento, el segundo después de Atlanta en Estados Unidos) por el que pasarán unos 72 millones de pasajeros; un parque eólico que tendrá una potencia instalada de 20,000 megavatios, y una red de trenes que unirá las ciudades distribuídas en sus 9,6 millones de km2 de extensión superficial a una velocidad de 350 km/hora.

Es que China tiene perfectamente perfilado su destino histórico. Nadie pone en duda que es una potencia económica y militar, con asiento en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con liderazgo en los BRICS y con presencia sólida e identidad propia en el escenario geopolítico planetario. Desde Qin Shi Huang, el primer emperador de la China (año 260 a.C) hasta Xi Jin Ping, actual Presidente de China, han pasado 2,275 años, y yo creo que China ha llegado, para decirlo en el lenguaje doctrinario de Haya de la Torre, a su conciencia histórica, esto es: “actividad reflexiva, función integral del pensamiento, dinámica total de la inteligencia creadora, de las emociones de la voluntad en plenitud consciente”.

Qin Shi Huang debe estar sonriendo allí en su mausoleo de 60 km2, rodeado de sus 7,000 guerreros y sus caballos de terracota que cuidan su descanso eterno.