En la peruanísima costumbre de ganar a toda costa, de vencer con buenas o malas artes, ha caído el reciente debate. Apenas se acabó el parloteo consabido de los candidatos empatados o empantanados en la punta y sus contornos, cada cual por su lado, cada quien según sus ambiciones o intereses, como si no tuvieran abuela para que les alabe, dieron como ganador a su líder. En su obsesión por obtener el lauro, no se percató que el otro, el odiado adversario, decía lo mismo. Ganar o morir, pareció ser la dramática disyuntiva del cercano domingo pasado. Nadie pareció percatarse de que es imposible que todos ocupen el primer lugar, que todos ganen.

Nadie sabe tampoco qué cosa se ganó con el inventado primer lugar en el debate. Porque el verdadero primer lugar, el buscado y anhelado puesto, recién se ocupará luego de la votación de este domingo. No antes. La pelotera costumbre de perder parece que desató esa obsesión por ganar hasta fronteras patológicas. Pero en el debate hubo un ganador. Ganó alguien que esa noche hizo lo que tenía que hacer, sin fijarse si ganaba votos, si vapuleaba al rival, si ocupaba luego el primer lugar. Nos estamos refiriendo al conductor de ese debate, el admirado y querido José María Salcedo.

La faena del conocido periodista no tuvo desperdicio. Sobrio, sereno, como si estuviera con los patas de la esquina, como si no le afectara la cercanía de tanto poder reunido, tanta ambición anhelante por ganar, dirigió el debate sin hacerse notar. Apegado al pie de la letra al libreto establecido, al acuerdo firmado por los aspirantes al poder, no pudo perder en esa contienda de tantos ganadores. Así las cosas, queda claro que lo mejor que puede hacer un peruano no es desgraciarse por inventar la victoria. Sino cumplir cabalmente con su cometido.